La Academia de TV, convertida en sede permanente de los encontronazos político-mediáticos, es una cocina virtual de proyectos con vocación de gobierno que han llevado a España al desconcierto presente. Durante varias horas, se transformó en un Gulag aislado, una incubadora ideológica llena de fantasmas partidistas. Sombras que se desvanecen en palabras, casi siempre acusadoras. El inicio de la carrera electoral es la pegada de carteles; los debates se han convertido en el pistoletazo que anuncia a los figurantes políticos el comienzo de la recta final: la cima del postureo. Dejando a un lado la fiabilidad del CIS, la eficacia ofrecida por los sondeos de opinión y las encuestas electorales, los votantes han madurado su postura desde el 20-D, hace seis meses (casi un embarazo). Quien sabe si el 13 de junio los españoles (y el mundo entero) serán testigos de otro aborto provocado. Los indecisos y el voto del miedo sólo reconsiderarán su postura si la economía se mueve y, visto lo que hay, poco van a cambiar las tornas. Todo continuará igual de caótico, igual de oscuro, igual de mezquino, igual de corrupto, igual de manipulador, igual de marrullero, igual de baboso e igual de intransigente.
El debate actual, a cuyos interlocutores sólo les ha faltado escuadra y cartabón para lograr ese aire académico, fue una farsa de lo que todos conocemos. Una comparsa protagonizada por políticos haciendo pellas en sus responsabilidades, jugando al gato y al ratón. Una vez más, quisieron redimirse de sus males acusando al contrincante en formato televisivo. Fue el fracaso de cuatro peregrinos errantes, campando a sus anchas por dominios que no les pertenecen, intentando trasmitir algo de luz entre la niebla.
El excesivo celo puesto en el protocolo descuidó la coordinación técnica de este encontronazo, transmisor de una sensación deslavazada, poco fresca, demasiado matemática; de trámite estudiantil. Faltaron respuestas convincentes y más preguntadores.
El debate constructivo se convirtió en un cruce de acusaciones artríticas y propuestas presidenciales donde el yo prometo aumentó la desconfianza de políticos bananeros.
Mariano Rajoy no se movió de su sitio, apoyado por una muralla de datos macroeconómicos, adelantando una tercera revolución industrial: “crear 2.000.0000 de puestos de trabajo” en los próximos cuatro años. Felipe González, adalid del Cambio en las elecciones generales de 1982, alcanzó, en esta puja laboral, hasta los 800.000 aunque para la sabiduría popular fueran 800 ó 1.000. ¿Falló la megafonía electoral?
Hierático, fiel al protocolo, el presidente en funciones presento una España en el País de las Maravillas, con más aciertos que fallos. Defendió seguir la senda recorrida hasta ahora, pero no aclaró si continuará construyendo infraestructuras basadas en carreteras comarcales (asfaltadas con los impuestos de las clases media y baja) y autopistas en las que sólo podrán circular vehículos de lujo (a quienes la amnistía fiscal no desgaste sus neumáticos). Tampoco quiso entrar al trapo ante los baches de una autovía propiedad del PP, como es la corrupción, frente a lo que Albert Rivera, sin ayuda de la DGT, marcó sus puntos negros. Pedro Sánchez, máximo representante del PSOE, interpretó el caso de los EREs como una vía secundaria que Rivera no quiso señalizar.
El dirigente de Ciudadanos comenzó enarbolando la bandera de la eficacia (adiós corruptos, más investigación), buscando la eficiencia energética de un gobierno que ha perdido fuelle. Rivera, catalán convencido y español comprometido, se presentó como la alternativa distanciada de los partidos dinosaurio y las jóvenes generaciones de Podemos, manchadas por la corrupción venezolana; ajena a las puertas giratorias, huidiza del enfrentamiento con el PSOE, crítica con la impunidad que esconde a Rita Barberá, para ofrecer a Rajoy la necesidad regeneradora de su partido. Albert Rivera criticó a diestro y siniestro, admitió pagos en negro (¿al fontanero, al electricista?), pero de la supresión de las diputaciones provinciales, la reforma de los partidos políticos y del sistema electoral: ni mu; de los viejos coqueteos con el PSOE: si te he visto no me acuerdo. ¡Yo soy prostituta de una sola noche!
Pedro Sánchez, situado como novio de la muerte entre Rajoy y Rivera, atacó con toda su artillería una reforma laboral que pretende derogar. Sentenció el fracaso del PP en materia económica, haciendo pinza, junto al resto de oponentes, sobre el inquilino de La Moncloa. Aparecieron como mosqueteros huyendo del combate cuerpo a cuerpo, aspirando a gobernar su propia cruzada quijotesca. Mientras, España está muy desencantada con estos matarifes del entendimiento común.
En la otra esquina de este cuadrilátero anamórfico estuvo Pablo Iglesias, midiendo las palabras con un impacto pugilístico más calibrado, menos cáustico que otras veces; sin corbata pero bien encorsetado en su traje de reformista obrero, integrado en la casta, más maduro e igual de optimista. Fue un buen librero de enciclopedias proletarias con pegada en la edición digital. Pablo Iglesias y su contrincantes están convencidos de que sí que pueden.
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