El asesinato de Lucrecia Pérez en noviembre de 1993 aún está fresco. Hace nueve días que se conmemoró el trigésimo aniversario de esta muerte a manos de canallas. Su recuerdo alerta del peligro de los extremismos sobre aquellas voces que sólo saben hablar con armas y se esconden tras la sombra de la cobardía. La insistencia en el dato cronológico resulta obligada para entender la dimensión de un suceso convertido en parte del odio al inmigrante, cada vez más cotidiano. La indefensión aumenta una repulsa perseverante y creciente. La denuncia del vandalismo auspiciado por el abuso sexista se produce desde el clamor popular con un basta ya que pide justicia contra el culpable y, sobre todo, para honrar la memoria de una muerte marcada por la xenofobia.

Recientemente, hemos visto en el Congreso como se hacía de la mujer diana fácil de injurias perpetradas por quienes desprecian una sociedad equitativa. La concejala de Cs y responsable del área de Economía e Innovación del Ayuntamiento de Zaragoza, Carmen Herrarte, hizo del insulto su voz. Después de decir que el gobierno central se dedica a soltar a violadores, cargó contra Irene Monteo. Tras llamarla inútil se reafirmó contra las representantes de centro-derecha al declarar que están en su puesto ‹‹porque las ha fecundado el macho alfa››. La referencia directa a la ministra de Igualdad es un misil cargado de odio. La consejera maña tuvo que comerse sus declaraciones en una rectificación que definió como ‹‹frase inconveniente››. ¿Otra anécdota o estamos ante algo más grave que podría esconder odio? Las formas no importan para esta mujer con más tonelaje ordinario. ¿Herrarte considerará ofensivo este comentario? Su actitud también es violencia contra la mujer, con el agravante, o curiosidad, de que lo dice otra mujer (y no pertenece a Vox). También se puede abusar del otro con enunciados convertidos en insulto. ¿Cuándo dejarán de usarse como arma para asestar puñaladas cargadas de odio?
Tampoco acepto las frases lapidarias de escribientes que hoy, aprovechando el momento del calendario, nos convierten a todos en Irene Montero. Eso no es solidaridad sino pancismo. Es una pena que para recordar el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres tengamos que denunciar ejemplos de inestabilidad mental que aún coletean en el horno político.

Hoy es un día en el que la reivindicación existe porque algo funciona mal. Cuando deje de celebrarse como jornada de lucha contra una lacra algo habrá cambiado para bien. La solución no está en machacar al violador con penas más duras sino, quizás, en educar para que esas conductas no tengan la connivencia de una sociedad que las consume como espectador a través de las películas, de la publicidad que estereotipa el canon de la representatividad femenina. Aprender a no aceptar que el agresor es un ente irrecuperable puede ser un paso evolutivo en nuestra convivencia. En vez de centrar el foco en el individuo (que debe ser juzgado como culpable si se lo merece) ¿por qué no atacar a los factores exógenos que fomentan el auge de conductas delictivas: redes sociales, consumismo basado en un cuerpo sexualmente atractivo? La seguridad de la mujer comienza desterrando estereotipos que la convierten en elemento deseable y frágil a través del silencio de castigo dentro de la pareja. Cualquier violación contra su libertad es delito. Su manipulación lingüística reduce el problema a un efecto llamada cargado de demagogia. Un violador no va a atacar porque la condena sea un paseo por la trena. El endurecimiento de penas tampoco solapará un cáncer estructural fundamentado en una mala pedagogía.

Hoy es un día que encaro con amargura por la existencia creciente de feminicidios. No tendría que existir porque la violencia que se combate debería ser algo impensable. No me interesa la defensa a la víctima para colgarse medallas con nombres surrealistas que dicen poco y suenan a autobombo. Apoyo su mención para que lo irreductible se elimine. Ya está bien de que la agresión se esconda tras la palabra manada, de toqueteos que soban en la impunidad de un consentimiento permitido con engaños, de aquellos que operan en la intimidad del hogar. La edad cada vez menor de esta violencia es una pandemia preocupante que no terminamos de controlar. Me entristece que la virulencia del abuso, amparada por su número creciente, ensombrezca las medidas que intentan atajarla. El miedo a una manipulación que planea sobre la mujer en forma de mentira debería separar el cariño del abuso emocional que, muchas veces, desemboca en maltrato físico.