La Constitución española cumple 44 años de vida. Muchas cosas han cambiado en este ciclo a pesar de que otras tantas quedan por solucionar. Su situación actual, sin alcanzar el catastrofismo, aguanta un coma inducido con pocas intenciones reanimadoras. Su vida vegetativa adolece de reformas que el tiempo exige. Los políticos se curten en la confrontación mientras sacan pecho para defenderla o justificar sus fallos como parte de un programa ideológico. Su peso es mayor que el interés comunitario. ¿Aún no se habrá comprendido que esto va más allá de doctrinas? El término constitución viene del verbo constituir que equivale a construir no paralizar. También es deconstruir para renovar lo obsoleto a través de un consenso que vele por los intereses ciudadanos ajenos al partidismo.
Algunas voces dirán que nuestra Constitución está madura, para otros está ajada. El paso del tiempo agranda el desgaste. Su resistencia es un motivo de orgullo mientras la falta de sintonía entre reformistas y continuistas provoca pena. En la calle, este cumpleaños atrae más como mini vacación prenavideña que por su significado social. La carta magna es el escudo que, muchas veces, las nuestros representantes utilizan para justificar actuaciones que no responden al bien común. La dejadez en su retoque responde a la desidia en vez de la responsabilidad.

Los años marchitan esta Constitución por una cuestión biológica. Las fricciones debilitan los cambios en su texto. La erosión se palpa en las declaraciones de Félix Bolaños, Ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, cuando afirmó que el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, no es un interlocutor válido para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Se siente en el vacío dejado por Carlos Lesmes y la soledad de Grande-Marlaska, en el deterioro de la Sanidad pública, el ataque a la libertad sexual, la intención de derogar las leyes de Memoria Democrática, Educación y Secretos Oficiales por parte de Génova 13. Este inmovilismo fortalece la confrontación sin inmutarse hasta que Europa nos de un tirón de orejas. Y entonces, veremos qué sucede. El desacuerdo ha aleja a grupos parlamentarios con más tirón mediático que institucional. Dilatar la reforma constitucional es insultar a quienes apoyaron el documento de 1978.

El miedo al ímpetu de los extremismos surge con fuerza adolescente. El descontento general, el paro o la carestía económica refuerzan los cimientos de una convivencia insolidaria que ha encontrado en estos corpúsculos la fórmula de la vida eterna. Queda un largo camino por recorrer hacia la cordialidad, donde la autocrítica se imponga a restregar los errores ajenos. El buque insignia de nuestra legislación envejece como un vino que lentamente se avinagra en la barriga de la nuestra democracia. ¿Viva la Constitución española?... Que viva un año más si no queremos sucumbir al caos predecible. En el lenguaje político, amante de metáforas innecesarias, estamos dentro de un ecosistema viciado que niega la emergencia climática del planeta gubernamental. Todos los dirigentes se unirán como camaradas, otro 6 de diciembre, junto a El abrazo de Juan Genovés cuando la fotografía institucional llame a filas. Y la casa seguirá sin hacerse.