La muerte de un presidente crea una disposición vengativa, proclive a la captura de emergencia; remueve los pilares de las esferas políticas. Se busca y caza al culpable con la rapidez de la sospecha fundada en confesiones que no se contrastan. La intención de lavar un honor que ha quedado debilitado se convierte en primordial. Esta necesidad de justicia es alimentada por un enjambre de comadreos políticos, donde todos son amigos y enemigos a la vez. El juicio por el asesinato de Abraham Lincoln buscaba un triple pacto: con el pueblo, la conciencia nacionalista y la moral complaciente. Robert Redford, en su faceta como director, da fe del contexto histórico sin ir más allá de los hechos, mostrando frialdad en su película. Su posicionamiento en esa corrección que a veces tan poco impacta, y a la que nada hay que objetar, le salva de la crítica destructiva. Su octava experiencia tras la cámara se salva por el rigor histórico y la disciplina fílmica. Sin cautivar.
Dentro del proceso judicial con el que juega
“La conspiración”, hay parafernalia justiciera en un juicio injusto, donde la defensa siente la tenaza del complot político. El culpable está sentenciado desde su ingreso en prisión; el poder militar tiene las riendas de una nación que busca una ejecución rápida. La ética brilla por su ausencia y el odio de una
Guerra Civil no se ha enterrado con el fin de la batalla. Ahora, los demonios internos de vencidos y vencedores libran su propia contienda, más feroz que la expresada con las armas.
“La conspiración” es una ventana hacia el lado oscuro de la Historia. Hacia el papel de los protagonistas anónimos, los que no figuran en ningún libro. Mary Surratt fue uno de ellos.