Las hermanas Brontë gustaron de utilizar seudónimos a la hora de conceder autoría a sus novelas. Esta actitud, obligada por la época, facilita la memorización de un apellido considerado innovador tanto en la literatura de su tiempo (mediados del siglo XIX) como en la posteridad. En 1847,
Charlotte Brontë, bajo el seudónimo de Currer Bell, trazó un nuevo curso en el espíritu victoriano con
“Jane Eyre”. Es un cuaderno de bitácora sobre su experiencia juvenil en el mundo del amor. Durante el mismo año,
Emily Brontë, como Ellis Bell, publicó
“Cumbres Borrascosas”. Junto a una aclamada bienvenida, su novela acarreó la crítica feroz de la literatura masculina debido a la dureza en que expresaba la realidad de una época hasta ahora no descrita en esos términos. La descendencia femenina del
apellido Brontë padeció en sus carnes el rigor férreo de una disciplina impuesta. La literatura encarriló sus ideas, luchas y desamores en un mundo donde la desdicha personal y el infortunio amoroso fueron norma de su sexo: la masculinidad dominante terminaba rindiéndose a sus pies, presa del dolor.
La novela de Emily Brontë ha representado, y sigue haciéndolo, un suculento manjar para el cine debido a la riqueza expresiva de la turbación que encierra. Maestros del séptimo arte como
William Wyler (1939) o
Peter Kosminsky, en 1992, han llevado hasta la gran pantalla su relato. Ha sido un clásico televisivo en el primetime de una programación franquista modélica, al servicio del Régimen.
“Cumbres Borrascosas” representa la pasión, venganza, dureza, dolor, obsesión, rebancha... la evolución de dos almas atraídas por el hambre de amor que les negó una infancia repleta de carencias afectivas.