La cámara crea una distancia insalvable entre lo que sucede en la pantalla y el espectador, interrumpiendo su complicidad. Son dos polos opuestos del mismo imán: el cine que respira alquimia y adolece de improvisación. Las imágenes, ayudadas por la música, se quedan clavadas en la validez de un metraje que no traspasa la barrera de la singularidad estética. No empalaga pero tampoco atrapa el corazón; se cubre de tintes melodramáticos gracias a la maldad de una madrastra egoísta frente a la inocencia de una juventud obligada a crecer en un nuevo hogar. El exilio forzado que sufre Carmen/Blancanieves no puede con la ferocidad de Encarna, personificada por Maribel Verdú, como maldad gótica camuflada en un espíritu carroñero.
La traslación del
lugar que sufre el cuento de Jacob y Wilhelm Grimm de Alsacia a Andalucía convierte a su historia en una personalización de la España cañí. El tópico taurino, fuertemente unido con lo andaluz, crea una seña de identidad nacional en un penoso juego a la seducción reduccionista. Blancanieves es universal, Pablo Berger nos presenta un acercamiento lleno de folclore españolista: un grave error que puede pagar caro en la próxima ceremonia de los Oscar, donde competirá como película de habla no Inglesa. ¿Por qué ese énfasis en presentar a la cultura española como sinónimo de toros, flamenco, enanos toreros y tartana? Se vive una tauromaquia artificial en el corazón del coso sevillano.
Pablo Berger busca intencionalidad sobre este tópico de estudiante universitario, que está en su derecho de reproducir, con nuevas perspectivas visuales e interpretativas.