Asesina, la hiena, la bestia humana, monstruo. La adjetivación podría continuar hasta el límite que la agudeza lingüística permita. Enriqueta Martí, la mujer conocida como
la vampira de Barcelona, la vampira de la calle de Poniente o la vampira del Raval es un ejemplo de esta versatilidad. Las calificaciones relacionan una figura oscura con sucesos turbios de una ciudad subterránea que su clase pudiente y respetable alentó. Sobrevivió conociendo su miseria moral llevando una vida doble sin levantar sospecha. El periodista que convirtió el caso en carnaza mediática descubrió algo más que la policía no alcanzaba a ver o prefería ignorar. Si no hubiera sido por Sebastià Comas, adicto a la morfina y pegado a un trauma familiar, Enriqueta hubiera pasado desapercibida.
A principios el siglo XX, Barcelona vivió un momento de esplendor económico, era el jardín ideal para la esfera acomodada que disfrutaba de los placeres proporcionados por una mujer complaciente con deseos escondidos. Su pragmatismo custodió un escalón cómplice y beneficiario de desapariciones infantiles. El ambiente malsano apestaba a casta intocable, los ricos salían de caza. La ciudad limpia convivía con la sórdida, lo mundano con lo elegante y representativo, manteniendo la distancia. La marginalidad nocturna fue su mercado y su basurero.