Pedro Almodóvar es un director poliédrico que nuca morirá, alguien que siempre encuentra público para hablar de sus películas. Almódovar está en primera línea de fuego para la batalla y los desfiles, para lo bueno y lo malo, para la maestría y la ordinariez. No le va mal conjugando estos patrones a la hora de mantener una filmografía a flote en la montaña rusa del éxito y el fracaso. Almodóvar es capaz de compaginar una vida paralela con lo estrambótico y lo crítico. Su película nueva, que no ha encontrado mejor sitio para estrenarse que en la casa veneciana del manchego, es una extremidad quebrada por su descalcificación ósea. Este artista de la mercadotecnia cuenta con la ventaja de que siempre habrá incondicionales que le sigan hasta la tumba o la fosa común. La cuestión, para simpatizantes y detractores, es que su masa cerebral también pierde volumen con los años y
Madres paralelas es un síntoma de esta enfermedad degenerativa.
La desvergüenza juvenil que le ha acompañado en su carrera peca ahora de didactismo exagerado con tinte de cine intelectual y cercano. La maternidad y la
memoria histórica se tratan con superficialidad obscena a no ser que Almódovar haya querido hacer, con su ironía característica, una obra destacada por la originalidad mediocre. Se mezclan situaciones que los personajes intentan mantener unidas a golpe de optimismo (Janis), miedo (Ana). También aparece un antropólogo convertido en padre gracias al éxtasis fotográfico. Nos conocemos, conectamos a través de una causa moral con trasfondo político y nos acostamos. Janis es la madre soltera que simboliza la rebeldía de un nombre,
Janis Joplin. A su lado, conocida por el azar del parto inesperado, Ana representa a la concepción asustada, la juventud virginal en asuntos de pañales.