Lo mismo que el turrón vuelve a casa por Navidad, Michael Myers se acerca a las pantallas a finales de octubre desde 1978. La jarana sangrienta se ha integrado en nuestras vidas a través de la animación con el humor que Max Fleischer pone en el gorila del
cortometraje Betty Boop: La fiesta de Halloween y el salvajismo de Rob Zombie. Su llegada se ha convertido en un ritual que debe cumplir con obligaciones sádicas aunque la fuerza decaiga con los años. Parece que ni David Gordon Green ni sus productores entienden la mentalidad cambiante del público. La nueva versión de un clásico con tufo mercantil es un conglomerado de degollinas aceleradas. La capacidad asesina del protagonista no se pone en entredicho pero es una bofetada chirriante a los argumentos audaces. Que el susodicho vuelva a su población de origen pone de relieve una falta imaginativa considerable en los guionistas. Si por lo menos lo hiciera a ritmo de
Lamont Dozier, bailando
Going back to my roots, la cosa daría cabida para la risa sensata. Incluso las atrocidades posteriores serían aceptadas con susto y emoción. El retorno a sus orígenes aparece en las primeras imágenes, sacadas del recuerdo, con envejecimiento y nostalgia honrosos. Este retroceso en el tiempo recupera nombres emblemáticos como el doctor Samuel 'Sam' Loomis que defiende Donald Pleasence, bajo la dirección de John Carpenter, o al joven Frank Hawkins, interpretado por Thomas Mann. Los dos forman parte de un elenco creíble sin necesidad de apoyarse en la amputación salvaje. El caminar oscuro de Myers se vuelve invisible. La preponderancia de la finalidad sospechada en sus apariciones instantáneas se impone a la evolución del monstruo humano para alcanzar a la presa. Esa mirada cubierta por una máscara tan fría como familiar es hipnótica, da carácter a un personaje de museo que, año tras año, mentes retorcidas desempolvan.