Después de
Sonata para un violinchelo, Anna Bofarull presenta una película más real que sobrecogedora. La crudeza de ciertas imágenes va implícita en el contexto que la directora se atreve a pelear. No es una tarea fácil, tiene mucho de valiente y cae con facilidad en la solidaridad que se aleja del tratamiento impactante. Sinjar es un tríptico en el que la esclavitud sobre la mujer y la búsqueda del sentido vital pesan como elemento conceptual. El trabajo visual es un ejercicio expositivo que la pone en el punto de mira desde la injusticia. No escatima momentos para explotar, a través de la religión, toda esa violencia ejercida contra un sexo considerado insignificante. Las protagonistas se mueven por escenarios distantes en los kilómetros y cercanos en su impulso. El título es una alusión geográfica que sitúa parte del
conflicto en la frontera entre Irak y Siria. Aquí, el vasallaje femenino a la prepotencia varonil desprecia la diferenciación sexual. Barcelona es el tercer escenario de un paisaje conflictivo por el
integrismo islámico instalado. Las humillaciones viriles del seno familiar se mezclan con el hervor de testosterona religiosa. Una madre conocedora de que su hijo se ha unido al
ISIS; una joven que, tras escapar del infierno patriarcal, se une a la
milicia kurda para convertirse en guerrillera y una mujer obligada a soportar las vejaciones del hombre que la ha comprado están unidas por el dolor que una situación, marcada por la obligación forzada, causa.