Elena Trapé crea mal cuerpo en el espectador con una película silenciosa y desconcertante que encierra varias historias para aunarlas en la soledad de la vida humana. El destino maternofilial se separa obligado por un divorcio. Ese distanciamiento propicia el encuentro de otras personas. Todas se desenvuelven en un clima de aislamiento que engloba desde el egoísmo hasta la indefensión en un paisaje campestre. La cercanía como unidad poco convencional crece. La agresividad emocional con que
Els encantants comienza marca los límites dentro de una pareja rota, en medio se encuentra la indefensión de una hija con cuatro años que sufre las consecuencias de las anomalías sentimentales adultas. La violencia contra el débil se apoya en la legalidad jurídica que resuelve este desacuerdo. La pequeña, enfocada a través de planos agobiantes y rápidos, sonorizados por sus lamentos, es la figura sobre la que las intenciones posesivas recaen, la que luego protagoniza el drama con su ausencia y necesidad de roce para Irene. La lucha por su custodia temporal descompone el deseo materno de tenencia, alimenta la pérdida de autocontrol que cuestiona el significado de su existencia. Al lado del precipicio originado, los personajes secundarios dan aire al trauma que inunda al principal aunque cada uno acarree el suyo propio junto a ilusiones. Su energía se rellena con recuerdos de niñez plasmados en un ambiente rural al que se aferra para escapar del presente. Recuerdos que conviven con sueños y rebeldías alejados de una perspectiva relativista del mundo. La amiga del pueblo que se recupera de un cáncer, marcada por un individualismo entendible, o, en el lado opuesto del plano, el punto cómico de Eric y una gastroenteritis inesperada, rebajan la angustia de Irene sin eliminarla. Todos enriquecen un contenido lleno de matices personales.