Hemos
de recordar que Nabucco se representó
por vez primera en La Scala de Milán
el 9 de Marzo de 1842 y que dos años
más tarde llegaba a España,
estrenándose, el 2 de Mayo de
1844, en el teatro Principal de Barcelona.
En esta ocasión nos ha visitado
por partida doble en Madrid y en Barcelona.
En algunos lugares he visto escrito: "Nabucco,
obra cumbre de Verdi" (no para mí,
desde luego). No se puede negar que hay
partes en la obra en las que se advierte
claramente lo que sería el futuro
de este compositor; no se pueden obviar
ni la energía ni la fuerza de algunos
pasajes, pero su momento decisivo no llegaría
hasta mediado el siglo. Sin embargo, en
esta ópera, ya se nos muestra un
Verdi con la suficiente personalidad como
para separarse distintivamente de sus
colegas italianos de la época.
La orquestación de cámara
para la adoración de Zacarías
desmiente que la música de su primer
periodo compositivo fuese atropellada
ó ruidosa.
La puesta en escena respeta el libreto
original, aunque se le ha dado a la obra
una presentación, absolutamente
contemporánea, que toca de lleno
al espectador y lo coloca ante la historia
europea reciente. Los escasos accesorios
de decoración, candelabro de siete
brazos, negro automóvil blindado,
banderas oscuras con amenazante emblema,
botas relucientes... están ahí
para recordárnosla. El escenario,
desnudo y metálico, contribuye
a intensificar la carga de fuerza y dureza
temáticas. El vestuario subraya
esa misma fuerza dramática, en
la que sólo el intenso carmín
del manto real rompe la monocromía.
Durante toda la obra, los principales
personajes se mueven en la parte alta
de la escena dejando al pueblo, soldados
y judíos, la zona baja, la del
ruedo, la de tierra: elocuente distancia
entre gobernantes y gobernados.
Nabucco es la constatación de pasiones
tan cotidianas como la lucha por el dominio
y la opresión del poder frente
al desvalimiento del pueblo.
Un
momento crucial, de consecución
sencilla y magnífica, es el de
los figurantes (prisioneros judíos)
circundando el ruedo y enfrentados al
público, mirándolo fijamente,
en tiempo interminable; como por mágica
transmutación, el espectador se
siente observado y convertido, de este
singular modo, en actor. No hay posibilidad
de escape: ¡quedarse en el mero
papel de observador también puede
ser delito!
Complicado trabajo el de la dirección
escénica por tan alto número
de intervinientes.
El Palacio de Vistalegre es en principio
y por medidas un recinto que puede ser
apropiado para esta clase de espectáculos
gigantescos en los que el movimiento de
masa escénica requiere un espacio
notable. El requisito de amplitud lo cumple
este local pero, es tanto el espacio que,
a veces, los personajes quedan diluidos,
minimizados en semejantes dimensiones;
no siento al espectador implicado en las
desdichas hebreas, ni tocado por el ansia
de Abigaille, ni imbuido del orgullo,
la fuerza ó la desesperación
del protagonista. Hay momentos en los
que cada actor parece navegar en su propio
barco por rutas solitarias y diferentes,
perdido en el sinuoso mar de Vistalegre.
Más de cuatrocientos extras se
han reclutado para esta obra, pero más
de ochocientos serían necesarios
para eliminar la impresión de desangelado
vacío.
Se
ha hecho un gran esfuerzo, sí,
no cabe la menor duda; de todos los espectáculos
a los que he asistido en este recinto,
es Nabucco en el que he podido constatar
más precisión de sonido.
Cierto que la ópera cuenta con
el inestimable valor añadido de
un público silencioso y atento
que, si bien conoce la partitura, no osa,
salvo en raras ocasiones ("Va pensiero"
es un ejemplo), arrogarse el papel de
cantante. ¡Son tantas y tantas las
veces que acudo a un concierto con el
deseo de escuchar la voz de mi ídolo
y vuelvo en frustración aguda habiendo
tenido que conformarme con oir los gritos
desaforados de cientos de fans coreando
una canción que el propio artista
lucha por sacar a flote sin casi posibilidad
de percibir la música! Pese al
mencionado esfuerzo, voces y música
parecen surgir de las profundidades de
ese proceloso mar y llegar al auditorio
parceladas en jirones.
El barítono Carlos Almaguer, Nabucco,
ha sabido dar a su papel la envergadura
y la fuerza que son necesarias para hacerlo
creíble.
La voz de la soprano lituana ha sido capaz
de lidiar, ya que estamos en una plaza
de toros, este más que dificultoso
papel (de coloratura de saltos tan extremados
y agudos que destroza voces). Bien podemos
decir que, en esta ocasión, el
toro no cogió al torero.
Tanto soprano como barítono han
sabido trasmitir, en el duetto del tercer
acto, la sensibilidad compositiva de Verdi
respecto a los personajes.
Papel de gran impacto para voz de bajo
es el de Zacarías.
Intérpretes y coro, pese a las
dificultades de la sala, han dado muestra
de su valía como cantantes.
Gran trabajo el del director que, sepultado
bajo la gran estrella del escenario, comunica
con los artistas mediante la infinidad
de monitores que circundan la escena.
Hay
que aplaudir el esfuerzo divulgador de
esta producción que, aún
creada para un público no extremadamente
ducho, sabe atraer al espectador con una
estética actual y cercana. ¡Lástima
que este esfuerzo no haya alcanzado a
los cien euros de la entrada!
Desearíamos más Nabuccos,
Aidas, Rigolettos, Orfeos, Cenicientas,
Orlandos, Almiras, Flautas mágicas,
Holandeses errantes, Walquirias, Troyanos,
Cármenes, Vaivodas, Bohèmes,
Salomés, Caballeros de la rosa,
Mujeres sin sombra, Castillos de Barba
Azul, Operas de cuatro cuartos, Cónsules,
Viajes de peregrino, Amores de tres naranjas,
Sueños de una noche de verano...
aunque fuese en Vistalegre.
M.
Ojeda
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