Winston Churchill ha sido retratado por el cine en varias ocasiones, Joe Wright acepta la incomodidad y el riesgo que suponen abordar una celebridad tan pública como desconocida. Sin ser el papel de su vida, Gary Oldman defiende la planta del político con solvencia pasajera. Gracias a su oratoria entregada, los discursos alcanzan el corazón de parlamentarios y ciudadanía para descanso de Neville Chamberlain ante su nerviosismo permanente y tranquilidad final empapada en sudor gélido. Encontramos a un Churchill humano, en familia, con los pelos tan revueltos como sus pensamientos mientras las ideas no paraban de bullir igual de anárquicos. Quizás sea aquí, siempre puro en mano, donde se encuentra la esencia de un mandatario que consciente de su carácter dubitativo supo dar un giro a los acontecimientos marcados por el terror nazi. El sarcasmo anglosajón con que
Winston Churchill supo blindar su coraza refiriéndose al monstruo como
Her Hitler nunca bajó la guardia a pesar de que en muchas ocasiones aparecía desarmado.
El director de
El solista (2009) o
Anna Karenina (2012) escarba en los entresijos de la alta política, se acerca a la inmortalidad de la figura sin bucear en la humanidad de la persona aunque existan momentos de lucidez tierna. El encuentro con su pueblo en el metro londinense descubre su esencia dubitativa mientras busca una solución que desconoce. Este apoyo popular (
never surrender), convertido en frase lapidaria, empuja su determinación.