El tiempo está trastocado. La meteorología se vuelve polar mientras el calor irradiado por la primera vacuna contra la COVID-19 en España ha dejado de bullir. La borrasca glacial ya no es un pronóstico atmosférico mientras nieva sobre Madrid. Nadie esperaba una descarga blanca tan abundante en la capital aburrida e intensa. Filomena, que así se llama la susodicha, pugna en protagonismo contra el coronavirus. La plaga del siglo XXI aparece como restos de un naufragio bermudeño por mucho que Vox abra la boca para reafirmarse en sus contrasentidos.
La nieve es bella, como la arruga, cuando se convierte en objeto decorativo, cuando cubre apetencias ociosas, cuando somos artistas de la crucifixión indolora. Sabemos que Filomena será pasto de la desintegración proveniente del ciclo natural pero, al menos, ha mermado la importancia de un bicho que estaba agotándonos mentalmente.
Cuando vemos las nevadas anuales de Nueva York o Boston convertidas en noticia gélida, el perjuicio causado nos asusta con tranquilidad. Filomena ha sorprendido y, en las primeras horas de un sábado sin obligaciones, hasta ha resultado divertido participar de una fiesta vecinal. Filomena se ha abalanzado implacable sobre nuestra estupefacción; después, hemos inundado la calle con alma de niño, cegados por una inconsciencia que los políticos se encargarán de domesticar.
La nieve es bonita y divertida si no molesta, cuando un techo recubre los momentos posteriores al goce orgásmico que lo inusual produce. El coronavirus, ¡de repente!, ha desaparecido. No existe, no existió; fue un invento, una pesadilla. Esto no significa que gran parte de la opinión se haya convertido en negacionista repentinamente sino que somos olvidacionistas y no lo sabemos. El asfalto ha sido invadido por quienes tenían miedo a pisarlo, hemos conquistado la ciudad arrinconando a los coches, reímos, paseamos, nos hemos olvidado de eso que hace horas llamábamos distancia de seguridad. Ahora, la afinidad sintoniza con el bolazo de nieve o la cercanía patinadora. El entusiasmo por un fenómeno atmosférico de magnitud poco frecuente ha roto el miedo al alejamiento, ha nutrido una inconsciencia paleta, ha reventado la precaución que momentos singulares exigen. Y todo por disfrutar sin proporcionalidad los efectos del cambio climático que ha parido a Filomena. Estas concentraciones infantiles nos van a pasar factura con un IVA disparado. El temporal debiera interpretarse como una llamada a quedarnos en casa para reducir los contagios que están matando. Después, volveremos a quejarnos de lo malo que el virus es y lo pésimamente que el Gobierno ha gestionado este imprevisto. Con nieve en enero, no hay año austero: que más de un mandatario se lo apunte. Si las precipitaciones de Filomena borran la sombra del coronavirus, yo quiero que nieve todo el año con intensidad borrascosa para enamorarme de un nombre que he levantado la sonrisa.
La ventana se ha convertido en espejo de la infancia que disfrutó los inviernos en pañales blancos, puerta para quienes sólo han visto nevar en las postales navideñas. Filomena ha inmovilizado casi toda España con una táctica militar antigua: poco a poco pero incansable. La gente regresa a sus casa calmada, con más frío que sofoco, quizás aburrida de ver que la nieve siempre cae para abajo. El romanticismo níveo encaja en el Alto Campoo, Gredos, Pirineos o los Alpes; predispone a una actitud contemplativa desde el confort vacacional. En la metrópoli, el paisaje nevado pierde su credencial divertida pasado el fin de semana. |
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