Por fin, lo han comunicado; me lo han dicho a través del código SMS pertinente. Durante unos minutos -digo, segundos- me he convertido en centro del Universo al saber que mi vacunación contra el coronavirus está preparada. El aterrizaje inmunizador ha respetado el orden de edad no tan impaciente como yo.
La ignorancia inicial, unida a una desconfianza febril y la necesidad de convertirnos en científicos de Quimicefa, han vivido momentos confusos durante este año de andadura tortuosa; de saturación informativa enemiga de la frialdad lúcida; de nombres propios vertebradores de certidumbre y odio; de críticas y esperanzas, de pros y antis; de batallas personales; de cansancio; de alegrías pétreas; de convicción en la ciencia, en investigadores españoles dentro y fuera de su país; del medallero político.
Mientras aguardo el cemento que amuralle unas defensas vapuleadas por intoxicaciones periodísticas y pancartas ideologizadas, algo me dice que soy egoísta. Egoísta por pensar en mi posición afortunada, lejos de la penuria hindú o sudamericana hundida en la impotencia material para muchos y la locura negacionista de una minoría embrutecida. Aquí y allí, la muerte es la vecina silenciosa que aprovecha cualquier descuido para robar un pedazo de vida sin pedir permiso.
Me da igual que la solución se llame Pfizer, AstraZeneca, Janssen, Moderna, Sputnik V; no me interesan las denominaciones comerciales que venden efectividad avalada por protocolos de mercado. Creo en sus ventajas y practico su defensa. La comunidad médica aconseja que vacunarse es la prevención más efectiva contra un mal pandémico sólo aceptado en las películas apocalípticas de Yeon Sang-ho, la predicción contagiosa de Steven Soderbergh, el relato-marco de Giovanni Boccaccio, el azote y la solidaridad de Albert Camus, la soledad que duró cien años de García Márquez, la ficción futurista descrita por Jack London en La peste escarlata, hasta los escritores desconocidos por su juventud. Quien quiera puede añadir a Nostradamus. Estoy contento por el chute de vida que me espera, en su primera inyección, y orgulloso del personal sanitario que siempre ha permanecido al pie del cañón, soportando colapsos por ineficacia Administrativa e inconsciencia ciudadana. Los herederos de Hipócrates nunca han fallado. Estoy feliz sin saltar de alegría ante lo que considero un derecho no una imposición; luego, que cada uno asuma sus consecuencias. Me muerdo las uñas con excitación comparable al lotero ansioso por repartir el premio de Navidad o quienes esperan ser agraciados. El contribuyente que ha financiado con sus impuestos la investigación europea se merece un premio, creo. Sólo pido una cosa: por favor, no se me incluya en la aberración semántica llamada ‹‹inmunidad de rebaño›› porque no soy un borrego (y hablo por muchos). |
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