La segunda incursión de Óscar Rojo en el cine sabe a carne muerta. El canibalismo es un ritual que necesita del trato cariñoso para que funcione. La respetuosa atrocidad de “Brutal Box” ha quedado diluida en el tiempo como recuerdo al gore clandestino. El comienzo de su nueva película promete entusiasmo escabroso, lleno de maldad estética. La conmoción en los ojos de Dimas niño (Guzmán Moreno), el futuro organizador de comilonas caníbales, abre las puertas del infierno más ingenuo. Esa mirada inmóvil, envuelta en la limpia profundidad de su soledad, sobrepasa los límites de la ficción. Es un sobresaliente comienzo antropófago para un jugoso manjar poco hecho y con salsa sangrienta. Nada más alejado de la realidad. El miedo se escribe con el silencio que da paso a la sospecha y muere en demasiadas evidencias continuadas. La intención aterradora sucumbe ante una soporífera continuidad de intrigadas respondidas.
“Omnívoros” lo cuenta todo por adelantado: es fast-food sintética; dañina para la imaginación. El director ha asimilado a la perfección la intención devoradora de su semántica. Óscar Rojo no ha entendido que dentro del menú cinematográfico existen paladares exquisitos.
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