El enésima entrega del Doctor Dolittle empacha de aburrimiento, explota el nombre conocido sin ofrecer novedad. Este espejismo que se aprovecha del nombre, y el recuerdo de
Eddie Murphy, es un caramelo con envoltorio engañoso. El comienzo en forma de cuento animado quiere tener tradición y novedad. Es el único tramo divertido, con gotas refrescantes, que despierta el espíritu infantil de la película creada por
Hugh Lofting.
Parece inaudito que el director de
Las aventuras del Doctor Dolittle, Stephen Gaghan, sea el mismo que dirigió a
George Clooney y
Matt Damon en
Syriana pero es una realidad que ha de aceptarse con incredulidad. El abuso de primeros planos se pierde en el protagonismo de un personaje inerte que sabe atrapar con maestría el bostezo y espanta, con destreza Dolittle, a la risa. Es otro pajarraco que grazna entre personajes que hablan a impulsos de ordenador; una resurrección mal avenida; un museo de caras con expresividad de besugo oceánico. Otro bicho en una selva aventurera, mezcla de piratas e Indiana Jones, donde patea la escenas con naturalidad boba; el bicho más raro del surtido.