Las giras de despedida siempre son recordadas como un regalo para el recuerdo. El hecho de asistir a una de ellas te hace formar parte de la historia musical.
-“Yo estuve allí tío, lo flipamos todos. Mogollón de peña”.
Ese amor incondicional, casi ciego, al artista que se despide de los escenarios se vuelve más devoto, y en ocasiones adquiere una dimensión cósmica que sólo tú entiendes. Lo hacemos propio.
Era la noche de los Stray Cats, el grupo de Brian Setzer, que había elegido a Madrid como ciudad para cerrar su gira de despedida después de tres décadas de rockabilly sin freno. “30 Anniversary Tour Live in Europe 2008. Farewell European Tour” fue un tributo a este estilo musical, y a su gente: una ideología, casi religión. Demasiadas palabras para decir adiós. ¿Habrá gira de reencuentro? Es algo que se sospechaba en el ambiente.
Sin saber cómo, ni de dónde, las pocas personas que formaban un pegote a las puertas de La Riviera se fueron estirando como un espagueti hasta convertirse en un ciempiés de más de cien pies. La cola era inmensa y colorida. El ambiente, sofocante y roquero. El olor a rockabilly y Stray Cats se palpaba a pesar del calor.
Una legión de moteros fue llegando a la entrada de la sala en fila disciplinada y ruidosa. No pasaron inadvertidos. Condenado aire yanqui que estaba inundando al castizo río Manzanares. Memphis, Johnny Burnette, Hunter S. Thompson y su libro “Hell Angels” de 1966… La llamada de la selva.
La espera se hizo larga: más de dos horas desde que entrara el primer afortunado en coger sitio hasta que Setzer saliera al escenario. Algo frustrante. El refrán dice “quien no se consuela es porque no quiere”. Para mitigar el aburrimiento de dicha espera, resultó interesante perderse entre la fauna que por allí andaba. El espectáculo estaba en el público, en los prolegómenos al concierto. En la mirada retadora de un hombre bajito y serio disfrazado de Neil Young con sombrero de cowboy y tejanos. Aire vaquero, estatua de piedra. Rostros que se perdían entre los tupés afilados y mucha gomina de los hombres. El negro de las cazadoras a modo de armadura. Se huele a macho, las chicas más discretas con algún pantalón ajustado, revestidas de un aire dulce. Grease y cierta osadía en el aspecto, más que en las actitudes, también estaban presentes. Otra época, la fiesta del disfraz. Ritual.
Tipos duros ataviados con chupa de cuero, camisetas negras, tatuajes demoníacos. La Cruz de Hierro (Eisernes Kreuz) colgaba de muchos cuellos a modo de horca sin ajustar. Parecían un merchandising andante. Inscripciones como “high octane” que adivinaban el carácter nómada y motorizado de quien las llevaba. Galones sin heridas de guerra. Cinturones de Hell Angels con sus insignias “death’s head”. Motörhead también había sido invitado a la fiesta.
Otros cuerpos se escondían entre cazadoras de anchos hombros. Los años 50 revividos en el siglo XXI.
Una descarga de rockabilly inundó La Riviera y el carburante en la sala comenzó a calentar los motores. Bullicio. Las cuerdas de guitarra abren el concierto con “Rumble in Brighton”. Los “Gatos Callejeros” no están cascados, su música tiene cuerda. Se dice que no se aguantan y que han hecho esta gira para recoger caja. Treinta años juntos queman mucho. Su estilo no ha cambiado y es lo que importa.
“Baby Blue Eyes” o “Gina” despertaron los recuerdos del primer beso o de la última pelea. El contrabajo de Lee Rocker, siempre escondido, sonaba oscuro e intenso. Su sonido fue impecable. Brian Setzer y Lee Rocker se disputaban el protagonismo en una perfecta conjunción. Salieron al escenario para divertirse y tocar buen rockabilly.
En la calle, una enorme hilera de Harley Davidson esperaban en silencio. Tranquilas, aparcadas como caballos metálicos durmientes. Ruta 69, ”Born to be Wild”, “Easy Rider” y un porte majestuoso envolvían su historia. Leyendas del asfalto. Ellas fueron los verdaderos “gatos callejeros”.