La vida del artista es dura y, en ocasiones, pinta desagradecida. Llena de cartonaje publicitario, la fama se ha empeñado en mezclarnos la calidad con la bazofia; convertirse en sujeto alienante del gusto musical. El pop se ha rodeado de cirugía plástica que enmascara el talento de sus ídolos. Nos comemos lo que nos venden los gurús del producto-espectáculo: el humo convertido en imagen. Promoción salvaje. Los cazatalentos bucean en You Tube en busca de nuevas ideas; Internet se ha convertido en una plataforma de publicidad iniciática, gratuita y peligrosa. Un laboratorio donde convive lo bueno con lo inaceptable, dirigido por los grandes fabricantes del producto final. You Tube es una gran televisión basada en shares de popularidad. Alguien desconocido pasa a convertirse en archifamoso del mundo mundial, sus canciones se hacen superventas: mercancía del camello musical que vende polvo de ladrillo a precio de cocaína pura.
Nunca llueve a gusto de todos y no debemos dejarnos regar siempre con el mismo agua. La diversidad no ha de perderse para que exista sensate. Justin Bieber es un pichón crecido a la sombra de Internet, arrullado por las redes sociales; por la moda efímera que genera una edad del pavo cada vez más tecnodirigida. Arrollado por ellas, también.
El chico de Stratford ha sido inflado como un pollo de explotación avícola; quizás en unos años, cuando su DNI posea dos cifras significativas (su cuenta corriente ya habrá rebasado la cifra del número pi con creces), se comience a hablar de una madurez musical.
2011 está resultando un año repleto de éxitos y cifras desbordantes. J B, elegido rey de los 20 peores artistas pop en la historia musical por NME, representa una contradicción: la fama le ha encumbrado al Olimpo glamuroso en color y a doble página; las mismas que castigan su popularidad. La balanza de la sensatez se equilibra. El mérito es todo suyo, se lo tiene bien ganado. Ha trabajado para ello. La hazaña de J B supera la barrera del fenómeno aislado: es una mezcla de terremoto, maremoto y fenómeno de El Niño en un solo envase. Su disfraz de playmobil espectáculo se ha derretido como cera inconsistente.
Pasto de la novedad, payasete cinematográfico, marioneta discográfica y príncipe de contenidos electrónicos, J B se ha ganado este título por méritos propios, pitufo sorpresivo en el backstage; juguetón y gamberrillo como cualquier crío de su edad (17 años). La fiebre del niño-fenómeno fenomenal se ha tomado un paréntesis. J B, dejándose llevar, ha jugado al Peter Pan galáctico del siglo XXI y ha descubierto que esa galaxia brillante tiene finitud; que las alturas conllevan bajadas. Esta hazaña de convertirse en rey de los peores es un punto negro sobre su imberbe carita de ángel niño. Una espinilla en su currículo de ratón jugando a elefante.