Paseando por el madrileño Paseo de la Castellana, una mañana de mediado diciembre, la Navidad se hizo canto popular. Entre tanto paso anónimo, y andares conducidos por una constancia monótona, alguien yacía parado como estatua solemne en medio de una esplanada. Era una estatua que respiraba, de carne y hueso, y radiante. Su mediana estatura y voz impresionante, se elevó entre los mortales con sonoridad. Hizo que mi atención pagana se fijara en su rostro y afinara el oído para escuchar su canto. Al lado, una gorra tapaba el suelo con su sombra, poco torera, de solera mendigante: regalo ante el tránsito nervioso y atropellado. La imaginación se puso de mi parte cuando, al escuchar sus cánticos vocales, recordé las bendiciones catedralicias que el clero proporcionaba a la burguesía franco-hispano-lusa a fines del siglo XVIII con el Adeste fidelis. Adeste fideles laeti triumphantes cantaba bajo una fácil seducción; caí en las redes de su encanto con facilidad enamorada.
Algo de medievalesco sí que había en este personaje, quijote y desesperado. El amante del bel canto desprendía una paz que estaba por encima de los transeúntes. Era de otro mundo: me encontraba raro ante tanta sencillez desprendida en una nota, ¿sería yo el exteraño? Al mismo tiempo, me sentí bien escuchando esas palabras celestiales en un tono laico y épico. Sencillez en la apariencia, grandiosidad en lo que irradiaba. Paz. Su pecho se hinchaba y la garganta parecía un torrente de espiritualidad dorada. Ojalá se parara el tiempo y con él las personas congelaran su ajetreo. Nuestro personaje regalaba dulzura sónica en un alarde de emoción pulmonar.
La suya era una música universal que poco nos paramos a saborear, ingenuos y demasiado preocupados en exprimir el tiempo. Oponerse a esta belleza era remar contra él. El adeste fidelis de la Castellana se dejaba llevar y nos invitaba a acompañarle en un paseo sin destino. Somos duros de oido (o de mollera). Pagamos por escuchar a Dolores O'Riordan o Plácido Domingo en un concierto diseñado para minorías e ignoramos a un trovador callejero de los sonidos, capaz de hacernos vibrar. Ayer me convertí en espectador privilegiado de un recinto musical abierto, púlpito del artista desconocido.