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ADESTE FIDELES EN PLENA CASTELLANA
(Cantado a pelo en el Pº de la Castellana
21 de diciembre de 2012)

J. G.
(Madrid, España)

Adeste fidelis

Paseando por el madrileño Paseo de la Castellana, una mañana de mediado diciembre, la Navidad se hizo canto popular. Entre tanto paso anónimo, y andares conducidos por una constancia monótona, alguien yacía parado como estatua solemne en medio de una esplanada. Era una estatua que respiraba, de carne y hueso, y radiante. Su mediana estatura y voz impresionante, se elevó entre los mortales con sonoridad. Hizo que mi atención pagana se fijara en su rostro y afinara el oído para escuchar su canto. Al lado, una gorra tapaba el suelo con su sombra, poco torera, de solera mendigante: regalo ante el tránsito nervioso y atropellado. La imaginación se puso de mi parte cuando, al escuchar sus cánticos vocales, recordé las bendiciones catedralicias que el clero proporcionaba a la burguesía franco-hispano-lusa a fines del siglo XVIII con el Adeste fidelis. Adeste fideles laeti triumphantes cantaba bajo una fácil seducción; caí en las redes de su encanto con facilidad enamorada.

Algo de medievalesco sí que había en este personaje, quijote y desesperado. El amante del bel canto desprendía una paz que estaba por encima de los transeúntes. Era de otro mundo: me encontraba raro ante tanta sencillez desprendida en una nota, ¿sería yo el exteraño? Al mismo tiempo, me sentí bien escuchando esas palabras celestiales en un tono laico y épico. Sencillez en la apariencia, grandiosidad en lo que irradiaba. Paz. Su pecho se hinchaba y la garganta parecía un torrente de espiritualidad dorada. Ojalá se parara el tiempo y con él las personas congelaran su ajetreo. Nuestro personaje regalaba dulzura sónica en un alarde de emoción pulmonar.

La suya era una música universal que poco nos paramos a saborear, ingenuos y demasiado preocupados en exprimir el tiempo. Oponerse a esta belleza era remar contra él. El adeste fidelis de la Castellana se dejaba llevar y nos invitaba a acompañarle en un paseo sin destino. Somos duros de oido (o de mollera). Pagamos por escuchar a Dolores O'Riordan o Plácido Domingo en un concierto diseñado para minorías e ignoramos a un trovador callejero de los sonidos, capaz de hacernos vibrar. Ayer me convertí en espectador privilegiado de un recinto musical abierto, púlpito del artista desconocido.

 

 

J. G.

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