Quien piense que a un artista concevido para las masas le mueven sus fans está equivocado. Le motiva, y presiona, la potente maquinaria oculta que trabaja detrás suyo; aquella capaz de movilizar a millones de ánimas bajo un nombre transformado en marca. La música moderna es show-business, lo demás, falacia. Hablamos de un tipo de sonidos fabricada en el reciclaje: camaleónicos y etéreos; de consumo rápido. Me refiero a los estereotipos juveniles de prodigios youtuberos que copan el mercado musical. Un producto artificial del que sólo los talentosos pueden escapar.
Con la crisis que está cayendo, los directos son lo poco que proporciona dinero seguro al artista. Su nombre constituye el cebo potenciador de su valía. Los prodigios musicales se cuentan con los dedos de una mano; la estrellas, a patadas. Antes que saber cantar hay que fabricar el tirón mediático. Un nombre, asociado a una imagen, si funciona, es negocio redondo.
El fenómeno Justin Bieber no ha parado de crecer desde su explosiva, y viral, aparición en 2009. Una legión de seguidorAs quinceañeras nutren las aspiraciones del chaval canadiense. Morirían por tocarlo; matarían por verlo en directo. La España de adolescencia femenina está de suerte porque J. B. vuelve a visitarnos. ¡Estoy loquita por sus huesos, sabes! suspiran hordas mocosas ante un ídolo joven obligado a crecerse frente a sus chicas. ¿Se lo creerá?
Llegó a Madrid para descargar el espectáculo “2013 Believe Tour” y las taquicardias suvieron de
ritmo entre suspiros sin carné.
-¡Me ha tocado, me ha tocado! Lágrimas sin oxígeno en la cara.
-Jo tía, que suertuda (la envidia corroe a su amiga).
Su público es más exaltado que el asistente a un striptease de boys en despedida de soltera.
El interior del Palacio de los Deportes contempla indolente cómo la emoción se mezcla con la decepción: emotivo el comienzo que nunca llega; decepcionante el número de fans que no han acudido al evento. Esta vez no hay sold-out pero sigue siendo Bieber. La espera se marca sobre el escenario con la cuenta atrás, segundo a segundo. Algo tétrico bulle entre esta masa de histerismo impaciente: un albedrío de gallinero con la música de Michael Jackson de fondo, como hilo musical. Corros de amigas, madre incluida, preparan el grito de bienvenida. Euforia de guardería. El reloj marcaba la cuenta atrás y Jacko seguía en el aire, amenizando la espera como un mono de feria impersonal.
Nadie hizo caso a “Black or white”, “Bad” o “Billy Jean”. ¿Cómo podemos olvidar con tanta facilidad aquel Moonwalker que enloquecía a finales de los 80? Un fogonazo temporal pasó por mis ojos en segundos, demostrándome la veracidad de que nada es permanente. Las canciones que hasta hace pococopaban las radio fórmulas ahora venden su cuerpo como amenizadoras de feria. Todos quieren a J. B. , la nueva estella: otro ídolo con pies de barro.
-Cuatro, tres, dos, uno... Justinnnnn.
En estos momenots se adora al becerro llamado J.B., Michael Jackson es una vaca sagrada perdida en el anomimato de su sombra (blanqui-negra).