MUNDOS DIFERENTES (TODO QUEDA EN CASA)
Una visión literaria de la comida.


La cena estaba a punto de comenzar. Los grandes negocios se cierran, por costumbre, en torno a suculentas viandas regadas por vinos que vierten su aroma coloreado sobre decisiones cruciales. “El Sueño de Baco” no tenía una ocupación tola; el comedor respiraba jazmín, Bach sonaba entre los camareros. Este ambiente relajado propiciaba un colchón afrodisíaco al estómago para recibir, placentero, alimentos convertidos en objeto de lujo; muchos, identificados por nombres de compleja compresión: onomatopéyicos. Un sorbo de licor, un minuto de espera, una mirada al reloj, el buche que ruge impaciente. ¿Se encuentra cómodo el señor? Lo camareros, esmerados en la atención a sus clientes, dan ritmo a este club para paladares exquisitos. Aceleran sus pulsaciones.
La cocina despide un ajetreo entrante y saliente: sin pausa. Los platos naciendo en esta fábrica de ilusiones, muriendo en la boca de los comensales: frambuesas, venado, crème de courgette avec parmentier d'ails tendres et asperges, langosta termidor. La cena no ha comenzado, la espera se alarga con la una elasticidad de masa pastelera. El sumiller busca vinos selectos en la bodega aséptica del local; las botellas se apilan en geometría milimétrica: cascos relucientes, con la etiqueta húmeda en primera línea; al fondo, otras, decoradas con filigranas de telaraña. El silencio habla entre ellas, orgullosas de su vejez. Lo que daría yo por probar una de éstas, en mesa puesta, comenta Luis, el repartidor, mientras las acaricia.

Los alimentos cargados de proteína animal no existen un piso más arriba: sólo vegetales. Aquí, los productos se elaboran a mano; todo es artesanal. La meditación inunda esta atmósfera. La cocina hace las veces de monasterio zen; un santuario para su comunidad: mileuristas de todas las edades. En la mesa, tabla sobre la que el ansia de voracidad pierde su intención, se liberan tensiones, se refuerza la felicidad y las vituallas se celebran con espiritualidad. El silencio también pernocta entre sus muros, cargadas de un magnetismo intuitivo. Adrián, hombre alto y con perilla, era el único soltero del edificio. Esperaba la llegada de Luis, su compañero de piso, un parado que todas las noches se dedicaba a patrullar, entre los basureros, las calles oscuras. Este vagabundo nocturno llamaba a su ruta un paseo por la despensa desconocida, la trastienda olvidada. Siempre traía, junto a su gran sonrisa, un trofeo para el estómago, dispuesto a compartir con Luis: y otros no lo quieren.
Su tardanza inquietaba a Adrián; preparó dos tazas de té y se sentó a esperar. Las pesadillas le despertaron sobresaltado: el hambre hizo que, en su sueño, sufriera la persecución de una hamburguesa gigante. Frente a su soledad, Madelaine e Igor comían galletas de mantequilla, mientras se miraban embelesados, en su primera cita seria. Con anterioridad sólo acontecieron encontronazos en la escalera y flirteos sin respuesta. Una oreja de Germán, el padre de la chica, se apostaba fiel contra la pared que separaba los dos números del mismo piso; todo se filtraba por los tabiques de esta antigua vivienda: una reliquia de la arquitectura con los días contados. El hombre, corpulento y zafio, sentía una atracción diferente hacia Igor: le devoraba el hambre por echarle el guante.

La ley natural afirma que conforme llegamos a la senectud, nos distanciamos de la tierra. Las pocas veces que Elvira salía de su casa le gustaba que la llamaran Señora Condesa, inclinando la mirada ante su paso. Viuda de aire aristocrático y vida social aislada, sólo gozaba de la atención de un mayordomo, discreto y sumiso. Alexander, así es como se hacía llamar, subía cansado los tres pisos hasta la casa de su ama. Iba cargado de bolsas por las que salía un frescor a plantas aromáticas; su chepa relucía, los pasos caminaban lentos: nunca sabremos si lo que crujía eran las maderas del edificio o lo endeble de su estructura ósea. Aguantaba los suspiros de agotamiento como buen criado que era. No fue necesario hablar para que Andrés, el hijo de Gustavo, advirtiera de que alguien asistiría a cenar en la casa de Elvira. ¿Fantasmas?

La vida era distinta para Miriam, la segunda flor del tercer piso, después de Magdelaine. Atractiva, inteligente, respingona y sofisticada. Siempre cenaba ligera en su balcón cuando el tiempo acompañaba. Presumía de refrigerios frugales: ensalada verde con tomate limachino, albahaca y aceite de oliva; a veces, como postre: 125 gramos de kéfir preparado por ella. No había nadie en su casa: las sobras del desayuno (tostadas integrales con queso ligt, dos rajas de papaya y cereales con soja) estaban esparcidas por la mesa de la cocina, como si, inesperadamente, hubiese tenido que salir del domicilio. Todos los jueves bajaba al restaurante para romper la olla, como decía, y pasear su escultural cuerpo entre las mesas. Hoy no cumplió con la rutina, la policía había precintado su apartamento con una cinta amarilla que rezaba procédase a embargo. Las idas y venidas se escuchaban sobre el techo de la vivienda vacía.

Admer, Jaffar, compartían con Hanna el desván del inmueble. Sin papeles y sin identidad, también compartían trabajo en una industria clandestina de ropa. En el edificio de esta vía sin nombre (porque había perdido su placa identificativa) lo placentero se encuentra a pie de calle mientras que las esperanzas de gente obligada a abandonar su país viven en una cuerda floja, tocando el cielo de la ciudad. Ellos nunca perdían sus raíces. El olor a solomillo del restaurante nunca llega hasta la nariz de Admer, que yacía colgado de una cuerda a cuarenta centímetros del suelo. Alcanzó esa altura para acallar los gritos de su estómago. La espera de nuestro personaje misterioso continuaba impaciente en “El Sueño de Baco”; se convirtió en desesperación y tardanza bochornosa y malhumor y abandono enfurecido y la panza vacía. El estómago de Admer dejó de aullar, su rostro lucía una sonrisa de ébano satisfactoria
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Texto: www.photomusik.com©

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