El precio del alquiler dentro del vecindario madrileño se ha disparado; el metro cuadrado habitable es una fíbula de valor latifundista. El hacinamiento está controlado, el sudor asambleario palpita en parcelas de corazones soñadores. Cooperativismo ideológico; reflexión metafísica que serviría para decorar los collage de Godard en sus películas. La juventud contestataria ocupa las calles de la Corte y Villa; la juventud zángana nos apesta con su vómito solidario. Madrid es crisol de sociedades, zoológico donde el turista se confunde y mezcla con la política callejera: la que algunos pseudo-intelectuales denominan de base. Esos analfabetos populistas que se cambian de camisa según ondeen las banderas al viento. La respuesta social de unas siglas sin partido político ha invadido la calzada.
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Calles y plazas se han convertido en un minipoblado de horizonte despejado por las mañanas, turístico, para transformarse en aglomeración crepuscular, proletaria. La sociedad comandada por la juventud ha salido a las calles. Se ha convertido en semáforo del desencanto social: verde esperanza, ámbar previsor y alarma encarnada. Una marea humana in crescendo.
-¡La calle es mía!-, ¿lo recuerdan?; -la calle es de todos- se escucha en grito mudo. El malestar invita a indignarse en las aceras, ante comercios chic y millas de oro, junto a iglesias proletarias avergonzadas de sus casullas burguesas. Hermés y Gucci abanderan el exclusivismo anticrisis; la opulencia se sonríe sin matiz político. La sociedad del bienestar deja de ser una película maquillada, mi dinero mileurista crece en bancos suizos a nombre de un administrador fantasma; lloro de rabia porque nunca podré agradecerle los servicios prestados. La calle ha sido tomada por el malestar popular. El 15-M se ha erigido en honor a las capas altas, a los políticos sordos y sus corruptos beneficiarios.
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Madrid se ha solidarizado con el viandante. Los vehículos no pueden circular por sus calles de postín. Gallardón está feliz, el 15-M ha conseguido peatonalizar esta capital de comisiones. El centro del reino Gato es transeúnte y sin costar un céntimo de euro a sus endeudadas arcas. Se respira un glamour que no huele a tropelía sindical.
La desazón ciudadana se ha expandido sobre su piel como un virus. El curioso ha reaccionado con su participación y la clase dirigente, atrincherada en el bunker político, sufre el encarcelamiento de su ego. Restriegan las promesas electorales por doquier, llenan las paredes de marketing grafitero; las convierten en mercadillo asambleario de ideas.
Los camiones escoba nunca limpian esta basura política.
La conciencia española es gritona y autocompasiva; poco solidaria con la definición de justicia social.
El pueblo la paga mientras se ahoga entre privatizaciones e hipotecas. Los recortes sociales diseñan planes de limpieza étnica sin tinte racista. Los de siempre siguen teniendo el coche a la puerta casa y los de siempre nos despertamos temerosos de que nos hayan robado más de lo que tenemos. Como dice Julio Iglesias, “la vida sigue igual”; añado: entre fandango y dramatismo berlanguianos. |
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