Las comparaciones son necesarias de justicia. Es verdad que Autómata posee algo de
Blade Runner, aunque sólo al principio (poco a poco se desvanece); no le falta la robótica humanitaria de
Distrito 9, carente de la humanidad de sus bichitos. Se acerca a la maquinista
Yo, robot y no se olvida de
Inteligencia Artificial. Los escenarios, con sus localizaciones, es lo más cuidado de esta película anodina. El esmero en presentar un mundo vacío, arenoso, frío y casi antihumano se pierde en la debilidad de los acontecimientos y la interpretación forzada de
Antonio Banderas. Se agradece verlo en este registro insípido, despojado de su agresividad natural. El ser humano, en un planeta desplumado de habitantes, no asusta. Este mundo cibercomunicado, donde el robot adquiere un valor que raya lo sentimental, es un chiste de dramatismo holográfico. Asistimos a la evolución del primate tecnificado que ha cambiado el árbol por el chip. Empujado a desarrollar su propio mundo a escondidas del hombre, crea una nueva evolución racial ausente de violencia, pacifista, racional y anti hippie; moderada, eficiente y voluntariosa.
El clima resulta perfecto para que el rostro del actor malagueño, entre sudoroso y desconcertado, aparezca como una inmensa gota en el océano del vacío que pronostica el futuro. Cavidad que se agranda como un lago sin agua en su implacable destrucción erosiva. Es un desierto embellecido por el valor de su fotografía, lo mejor. Aquí aparece la huella de
Oblivion, menos ambiciosa y con un aire de western que ensucia la ciencia ficción artesanal. El fantasma de
Mad Max se pasea por este paisaje; descafeinado.
Autómata lo tiene todo y no es nada. Tan insulsa como fallida, no por ello se debe criticar el intento loable de Gabe Ibáñez por posicionar al cine español de Sci-fi en lo reconocible.