Si se pretende descubrir o indagar sobre el significado de la
música flamenca, no es un buen plan ir a ver
Canto cósmico. Niño de Elche. Seguro que su director se lanzó a un proyecto bienintencionado, con pretensiones culturales. El intento queda reducido a proyecto experimental. El aire innovador que intenta romper moldes aburre con ganas. El largometraje centrado en su figura es anodino, soso, mientras pasa por encima de una imagen artística. La familia y la religión son elementos básicos en una personalidad que no se desnuda con sinceridad cercana. El plano inicial, y las declaraciones de una madre emocionada, son lo más humano de un producto frío. En pocos minutos, y con una representatividad monolítica, se entiende el significado de la separación familiar, el amor de Paqui Molina hacia su hijo y la necesidad de alguien por conocer mundo. El resto sobra, dedicado a llenar tiempo y espacio con la ayuda de confesiones que parecen improvisadas, circunloquios hegelianos sobre la ontología de la música, la necesidad de ganar dinero dentro de un mundo capitalista o la aspiración de un rapero por salir adelante. Hay perlas dedicadas al sistema capitalista que atasca los deseos incumplidos por el miedo a prosperar. El paseo a través de la geografía urbana de
Elche sin necesidad de presencia humana es sobresaliente. Niño de Elche es interacción gutural con la armonía. Francisco Contreras Molina puede ser un prodigio actual, un vicio pegadizo en los teléfonos móviles, un nombre con tirón en los conciertos, alguien que no le tiene miedo a nada. Se atreve con el
krautrock, la fusión de
jazz y la electrónica, la actuación, la incursión en la poesía como forma expresiva sin adornos.