McCurry se apasionó por el blanco y negro, comenzó a experimentar con una cámara regalada por su padre a través de percepciones lineales, basadas en convencionalismos más técnicos que estéticos. Pronto la convirtió en su pasaporte y amiga inseparable. En su evolución, desde que comenzara en un periódico local de Penn State, Filadelfia, siendo adolescente, se aprecia un perfeccionismo que busca su mejora en cada momento, fiel al concepto óptico de
Ansel Adams. Las ganas por devorar fronteras viven en una retina siempre enfocada. El recorrido lo lleva hasta tierras hindúes, donde conoce la fuerza del colorido en sus gentes, la impenetrabilidad de los rostros y las risas constantes de una infancia feliz. La aparición de la película
Kodachrome conquista este entusiasmo por la vida. El espíritu intrépido coge doscientos carretes de treinta y cinco milímetros para convertirse en
Jack London. La cercanía al motivo retratado se mimetiza con su alma, llegando a introducirse en el agua para sentir el horror que las inundaciones tailandesas producen. Una colaboración con la revista
Time fue la semilla para captar al retrato de
Sharbat Gula, la mujer afgana que le dio fama internacional. Pasó por
The New York Times,
Paris Match,
National Geographic o la
Agencia Magnum. Steve McCurry se convierte, según sus palabras, en artista antes que cronista de la realidad. Ha sido un testigo de la política internacional (desde
Richard Nixon hasta la invasión norteamericana de 1991 en Kuwait, bajo el mandato de George H. W. Bush, pasando por Afganistán o la vivencia del
11 de septiembre documentando la catástrofe de las Torres Gemelas desde una azotea). La continuidad de imágenes presentadas como cromos en formato grande no conmueve. Sus desplazamientos al Ártico, preocupado por el cambio climático, o la devastación de la fauna autóctona como las morsas presentan a un embajador del ecologismo.