Los quebraderos de cabeza relacionados con las herencias son mayores cuando esconden un misterio. Es como una maldición que atrae polos separados durante años. María y Anna han vivido su hermandad biológica separadas por una adultez que tapaba sus meteduras de pata a través de mentiras. La aparición de una panadería, como vínculo que debe cerrar una relación alejada, levanta la sospecha del reality televisivo más actual. La historia enlaza nexos familiares con crisis personales inmersos en la incomunicación. El reencuentro entre las hermanas acerca a las tradiciones, a la tierra y la forma artesanal de entender los fogones. La llegada a un pueblo pequeño del interior mallorquín de una vecina nueva destapa el roce familiar, espolea a la esposa encapsulada en la comodidad burguesa que no sabe, o no quiere, enfrentarse al machismo agresivo del marido poco transparente. El drama sencillo de la incomodidad propiciada por un legado enigmático cuestiona preguntas sin respuesta, encuentra más cerrojos que aberturas. No es el olor a pan recién cocido lo que atrae a Anna sino la necesidad de esclarecer secretos mantenidos con intensidad neblinosa. El hermetismo dictatorial con que parte de su vida está zanjada obliga a profundizar en un túnel oscuro y molesto. El momento de cicatrizar heridas une a dos mujeres incompletas que se imponen como dueñas de sus destinos.
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El paisaje de habitaciones vacías se transforma en estancias que reviven un ayer sin esclarecer. Benito Zambrano se apoya en la novela de Cristina Campos para construir con imágenes una trama llena de secretismo, sin embadurnar su producto de miel pegajosa. Esta película se resume en dos palabras: acercamiento y silencios. La intriga se encarrila sin crear conflicto. Zambrano no lo persigue para adaptarse rigurosamente al guion, sin interés por permitirse licencias que patrimonialicen un relato de autoría literaria. El cineasta lebrijano cumple con el corpus de la obra escrita sin exceso de imagen protagónica ni necesidad de creatividad. La adaptación a los cauces marcados por la novelista no eriza la piel. La carga dramática tiene una presencia azucarada, sostenida por el crecimiento femenino que dirige una narración enemiga de la tensión. El contacto físico facilita una cercanía emocional necesaria para el entendimiento femenil. María y Anna son personas maduras que afrontan su destino con valentía: mientras la primera rompe el yugo de la dominación matrimonial, la otra abraza una maternidad más sentida que calculada. Pan de limón con semillas de amapola conecta con la lágrima fácil de corazones sensibles, de un público adulto que se enternece ante decisiones de novela radiofónica y actitudes previsibles, próximas al final feliz. Sin embargo, si se extrae la parte edulcorada, la crueldad paternalista marca un reproche generacional enfrenado al qué dirán de otros tiempos. La libertad individual triunfa al romper con las raíces domésticas del pasado y el inicio de una vida comprometida. A pesar de existir algunos golpes con intención moral, la ligereza no se aparta de un suceso que, sin empalagar, satisface una dulcificación almibarada con suspense familiar y decisiones personales. |
