El post-rock y la electrónica forman un maridaje que God is An Astronaut conjugan a pies juntillas. La imaginación, factor clave a la hora de componer buenas canciones, no tiene secretos para los irlandeses. Torsten y Niels Kinsella desembarcaron en Madrid para gozo de sus fieles; aún escasos de promo, quien lo sabía no faltó a esta cita. El bochorno externo se mascaba entre las paredes de Rock Kitchen, antigua sala Katedral, templo del punk reconvertido en local de ritmos tropicales. RK despachó una pócima elaborada.
El plato fuerte estuvo precedido de los bostonianos Junius, el cuarteto que Joseph E. Martinez lidera con aflicción a tenor de sus muecas dolorosas. Cantó desde la lejanía de su ensimismamiento ante el micrófono, pertrechado de chándal callejero y zapatillas estilo zen: una guisa singular que hace honor a su música. Monolitos cargados de frialdad. A pesar de desgañitarse con vibrantes tonos gestuales, el sonido no les acompañó merced a un técnico de sonido lamentable. Junius se lo trabajaron, gusten o no. Dana Filloon, un batería de primera, le echó más que ganas y su profesionalidad ganó imponiéndose a las inclemencias técnicas. El problema de calibración micro-voz siguió presente durante todo el concierto aunque las notas de God is An Astronaut suplieran ese error técnico/humano. Siempre vendrán tiempos mejores.
La vaga sensación de complacencia que
Junius dejaron estaba justificada, convirtiéndose en puerta hacia las estrellas: el cosmos de God is An Astronaut. Los hermanos Kinsella conquistaron esta madriguera con la fantasía de su rock ambient decidiendo echar mano del clásico “Age Of the Fith Sun” para abrir.
La oscuridad de la que se rodearon era asfixiante, la rapidez de Nielsen Kinsella a la guitarra causaba un trance eléctrico extenuante. Punteos, figuras rítmicas y velocidad encontraron matices melódicos en una coordinación sonora milimétrica. Su trabajo exhausto hace plantearse la siguiente pregunta: ¿Cómo algo tan agotador puede parecer tan sencillo?
God is An Astronaut ofrecieron un canto a lo progresivo. Difíciles de resumir en un solo adjetivo, GIAA hicieron gala del mejor rock acústico envuelto en un atmósfera elegante.
La tranquilidad de “Forever Lost” se perdió entre senderos armoniosos, lejos de la rapidez escupida en “In The Distance Fading” y las baquetas de Lloyd Hanney.
Ese ambiente tenebrista en el que se envolvieron desde el comienzo adquirió personalidad continua y molesta siendo el espectador juguete de sombras, no personas de carne y hueso. Es agradable ver la cara de un artista cuando toca; normal exigir cierta complicidad con el público o entre ellos, cosa de la que los hermanos Kinsella rehuyeron.
Sintetizadores y programaciones caminaron por océanos de brisas cristalinas, agradables, relajantes.
“Route 666” se encargó de romper la paz sin llegar a convertirla en tormenta dañina, sí emoción para los sentidos. Un gran grupo, una gran música: profesionales así se merecen escenarios mayores aunque la magia del recogimiento que proporciona su música se rompería en explosión divina.