El mundo de la música está lleno de sorpresas. La calidad que ofrece una sala de conciertos, pensaba hasta hoy, no sólo se evalúa en función de su parrilla mensual sino que la audiencia también forma parte de este baremo. La escena nocturna madrileña se divide en macrosalas y salas hogareñas. Las últimas son una prolongación de tu casa, donde escuchas los sonidos que te gustan, sin interrupciones. ¡Nos fastidia tanto que alguien nos moleste cuando, cerrada la puerta a nuestras preocupaciones, saltamos con lo último de Quite Riot o Loquillo & Trogloditas!
La música disfrutada en sociedad goza de la ductilidad que proporciona la participación del entorno. Vivir un concierto en sala conlleva silencio o jarana; saltos o relajación. Aunque el aforo sea limitado, el espacio es elástico; las vibraciones del público originan una onda expansiva que no entiende de recintos. El artista se debe al público y éste: ¡ha de devolverle el mismo respeto! Pensaba que lo había visto todo sobre las excentricidades generadas por un concierto. Después de contemplar lo que ocurrió el 3 de diciembre en una sala tan emblemática como El Sol, se me cayó la cara de vergüenza. Algo del corazón madrileño se derrumbó en este escondite sabido de la contracultura musical.
Emite poqito llevan pateando la escena musical desde 2006. Ha llovido. Julia Molano y José A. Romero fueron los encargados de telonear a los anglo-españoles Track Dogs. Sábado, ambiente relajado, una noche que quemar por delante, hasta que las fuerzas aguanten; el domingo no se madruga. En los preliminares, Julia, luciendo barriguita de futura mamá, se movía por la sala como pez en el agua: alegre, divertida, ilusionada y, con seguridad, ejerciendo de relaciones públicas. Copas, bullicio, alegría.
Contexto acogedor, un órgano sin teclista y una guitarra eléctrica erguida sobre su soporte. Es la hora y Julia Molano aparece en escena.
-Buenas noches, gracias por acudir. Su voz menuda presentó “Un domingo más”; se palpaba nerviosismo; un órgano con sabor popular emite notas amplificadas: ni indie ni tecno.
Su compañero hizo una entrada cabizbaja y discreta: casi a escondidas.
Algo tocó mi corazón, sonido límpido, suave; voz dulce, guitarra acompasada. La música de Emite poqito sabe a paisaje despejado.
¿Y el público? Era una mancha que vestía su verticalidad entre el bullicio de un gallinero festivalero. Emite poqito sonando y la audiencia haciendo de cacatúa atolondrada, cerveza en mano. Su presencia de masa zombi ignoraba que alguien estaba regalando música a sus oídos. Mientras dos artistas se estaban dejando la piel en el escenario, ellos lo ignoraban entre su runrún de bareto cutre. Macarras con prestancia de maniquí atolondrado; no se enteraban de lo que salía del escenario. No prestaron atención ni a las palabras ni a los sonidos de Emite poqito: todo un comportamiento digno de una basura decepcionante. Algo impresentable e inaudito en esta sala. Se rompió la magia de sus conciertos, El Sol sufrió un eclipse. Sentí indignación. Gracias a la música de Emite poqito, quienes supieron dar la cara ante
un público que les ofreció, descaradamente, la espalda.
Ojalá que el 28 de este mes, cuando presenten su disco “Todos mis jardines”, en la sala Clamores, triunfen como se merecen: con respeto.