Nos pasamos tanto tiempo recordando las tragedias que han sucedido en la historia de los
pueblos sin pararnos a pensar en cómo podrían haberse evitado. A veces pensamos en
voz alta, enfervorizados por una idea, nos puede el corazón. El peso de los recuerdos amargos nubla el seso. No dialogamos, mostrando el lado más visceral que tenemos. ¡Nuestra razón no nos deja razonar! Ni aprender de los razonamientos ajenos. El paso del tiempo, como lo moldeamos, nos viene demostrando lo tribales que somos. Somos cangrejos con caparazón de hierro. El hombre es lo que ha construido, el hombre sobre todo es pasado, historia. La historia futura se construye sobre la que se ha vivido antes.
El tiempo es una línea infinita. Consumimos tiempo para olvidar. Nos gusta olvidar.
Nos enseñan a olvidar, a perdonar lo imperdonable, a no reconocer los errores y a volver a repetirlos. La falta de diálogo, lo manipulables que somos, la crispación encendida, nos alejan de la
realidad. Esa que a veces no nos gusta admitir. La de una guerra que fragmentó familias, mató curas y erigió a un caudillo como ser supremo que levantaría lo que su contienda hundió. Las guerras no desaparecerán jamás. Se alimentan de sus muertos, como aquella que mató a un tío mío lejano, o al padre de mi vecino. A duras penas nos reconciliamos con ella.
Esa guerra que despierta pasiones y cóleras entre la generación que nos ha dado de mamar.
La que los políticos tanto gustan de manosear hasta enturbiarla. Una forma cruel de tomar partido. La historia no puede vivir sin memoria, la memoria histórica es humana, no política, como nos quieren dar a entender. Estas palabras lloran rabia impotentes, sin remordimientos, con muertos en las cunetas y ciudadanos que intentan olvidar ahogados por las hipotecas. Con dinosaurios políticos que ahora intentan pasar página de todo aquello por lo que deberían de ser juzgados. Con desenterradores tardíos, acaso oportunistas, pero bienvenidos si con su labor no intentan ganarse un interés de tabloide.
Si tienes a un monstruo delante, nunca cometas el error de comportarte como él.
La fuerza de la palabra es la mejor forma de denuncia. Costa Gavras retrató en su película “Amen” la cara más cínica y más humana de los poderes religioso y militar: dos pilares sobre los que se basan todas las guerras. La única neurona que me queda no quiere perder el privilegio de la memoria.
Tengo memoria porque no creo en las guerras, pero sé que existen
Tengo memoria porque creo en el entendimiento, no en el desprecio
Tengo memoria porque admiro a los que buscan los huesos escondidos de su familia
Tengo memoria porque no olvido a los prepotentes que la historia coronó padres de la Democracia
Tengo memoria porque espero que, aunque no sean juzgados, se les recuerde como la monstruosidad que fueron
Tengo memoria porque no creo en que sólo existan muertos de un bando
Tengo memoria porque no creo en los mártires de ninguna religión
Tengo memoria porque me repugnan los asesinos de quienes hoy son mártires para unos y excremento para otros
Tengo memoria porque la muerte no entiende de religiones, pero la religión es un arma
asesina
Tengo memoria por el tiro de gracia, por el paseíllo, por los presos convertidos en esclavos de obras megalómanas de un dictador
Tengo memoria por recordar los NO-DOS propagandísticos del Régimen, cuando yo sólo quería ser el John Wayne de la gran pantalla o soñar con tres segundos de destape
Tengo memoria porque creo que la historia está condenada a repetirse de otras formas y con otros nombres
Tengo memoria porque vivo para no caer en los mismos errores del pasado
Tengo memoria de un tiempo que no viví pero que no puede ser olvidado
Tengo memoria porque quiero vivir sin miedo a la ignorancia
Y tengo memoria porque las luchas del pasado nunca debe ser presente
La página más hermosa de la historia humana se escribirá cuando la memoria sea el aire que todos podamos compartir, no una pesadilla dolorosa para algunos y un orgullo para otros.
En mi memoria no hay bandos, ni colores. Sólo diálogo y silencio por quienes forman parte de ella.