La sorpresa del día, para variar, se llama Esperanza Aguirre. La presidenta del PP madrileño vuelve a dar la nota con una espantada tan sorpresiva como retadora. La Cólera de Aguirre, sin la épica de Werner Herzog, deja la política por enésima vez. Se va, se larga, se las pira; deja el chapapote en Génova 13, empantanada, y a Rajoy, al mando de un Prestige que naufraga en su propio lodo. La Condesa de Bornos, con este desplante, le ha pasado el marrón a su presi, abandonado en la soledad del rey sin corona, obligándole a poner orden en las filas tras un terremoto de corrupción.
Sigue en política, con un pie dentro y otro fuera del tiesto; se libera del lastre presidencial al tiempo que mantiene su portavocía del Partido Popular en el Ayuntamiento: “Voy a estar aquí los próximos cuatro años, no hay ninguna razón para dejar este escaño sino muchas razones para continuar en él”. Dimite por la corrupción que asfixia al PP, orgullosa de su grupo, siempre alejado de la pecaminosa financiación irregular. Se queda por deferencia a sus votantes con la intención de ejercer una oposición formal: ahora no se hacen distinciones entre militantes y no afiliados.
Esperanza no quiere ser presidenta de un partido que se ve con el agua al cuello (y subiendo), cada vez más turbia y revuelta. El dique de contención que apuntalaba las madrileñas oficinas del PP no aguantó este jueves tras la aparición de una grieta inesperada en forma de Poltergeist maldito. La mano del juez Eloy Velasco busca en la sede del partido el ADN de una nueva fase en la Operación Púnica.

Aguirre se ha despedido entre bambalinas, como tanto le gusta; al mejor estilo de Hollywood. Fue un adiós coronado con un brindis al sol, con dedicatoria explícita a Rajoy, en clave de saludo vengativo, amistosamente vengativo. Se marcha convencida de la transparencia de un PP cobijado bajo la sombra de la corrupción; más larga que la del ciprés. Estamos hartos de peste política y nadie hace nada. Aguirre ha dado un paso al frente con determinación, llena de marcialidad y cinismo: “La gente quiere gestos”. Más gestos justificados y menos gastos sin explicar. Menos tesoreros malditos, áticos a pie de playa, huchas suizas; menos tamayazos. En un enamoramiento de cama triangular, ofreció su alma al diablo (PSOE y Ciudadanos) con tal de que Carmena no consiguiera pisar Cibeles. Si no es amor insinuarse a Pedro Sánchez y Andrés Rivera en una declaración anti Ahora Madrid (léase anti Podemos), anti 15M, anti políticas en las plazas, que venga Cupido y lo vea.

Se marcha ¿cansada?, ¿aburrida?, ¿asustada?, ¿preventiva?, ¿precavida?, ¿con cobardía? Deja la presidencia del PP regional el día de San Valentín en un flechazo de apasionada integridad flemática, con su camisita y su canesú, moviendo a su gusto los hilos propagandísticos de top model mediática. Derrocha amor hacia el partido, sacrificio hacia el partido, ética consecuente con el partido, sobriedad y empaque a lo Margareth Thatcher. Dimitir es muy british y regresar: espanish hasta la médula. Pero esta capitana popular y anti populista, con su delfín Francisco Granados sin mandarla postales desde la cárcel que él inauguró en 2008, está triste. Ya no tiene a nadie que le escriba versos por primavera. Ahora se acusa en un mea culpa de catecismo librepensador mientras no duda en manifestar hartazgo por la corrupción que la rodea, ajena a los círculos del PP. Esperanza Aguirre es mucha mujer: un animal político de piel camaleónica y espíritu pro británico con más correa que Fraga. Es Lady Terminator (“¡Volveré!”).
Aguirre está enamorada de la honradez a su manera, del buen corazón artificial, del sentido común neoliberal y del gesto edulcorado, aunque por detrás aceche en forma de escorpión venenoso. Es una marea solitaria cabalgando impune sobre la ola gigantesca del poder; la funcionaria de Turespaña que se convierte en la niña mimada de Seeliger y Conde.

Esperanza no se va; se aleja de la presidencia. Esperanza se esconde con un plante a la madrileña, dejando a Rajoy descompuesto y sin novia el día de lo enamorados. ¡Cómete el pastel tú que se te quemó el besugo! No es mujer de partido, ella es el partido.
Sabe caminar sobre las aguas pero se siente incómoda entre la mierda. Esperanza Aguirre sintoniza con E.T. porque el sarao corrupto que envuelve al PP la hace sentirse como en “mi caaasa”. Si Spielberg la hubiera descubierto antes, España no sólo sería famosa por sus naranjas, las manzanas y las peras de Ana Botella. El cesto político de Esperanza Aguirre, engordado con 500 altos cargos, debe su olor fétido a Francisco Granados y el ex consejero de Deportes, Alberto López Viejo.

Esperanza Aguirre, ahora más libre, mantiene a Rajoy contra las cuerdas de su destino, en una situación cada vez menos fuerte pero más tensa; supera al victimismo de una Rita Barberá desaparecida. Asume la responsabilidad política indecente y, si es necesario, se la aguanta al tesorero de turno para que su chorro no salpique fuera del partido. Con lo difícil que es mear pa'arriba, la expresidenta lo borda con los ojos cerrados: esos que impiden ver el sol más allá del horizonte particular. Espe, juguetona y brujilla, está enamorada de las dimisiones: las convierte en un hasta pronto delator que esconde un regreso, augusto y renovado; limpio de virus políticos antiguos: igual que Keith Richards cambiándose la sangre en Suiza.
En 2012 le tocó el turno como presidenta de la Comunidad de Madrid y como diputada por el PP en el Parlamento autonómico; ahora, en 2016, como presidenta del PP madrileño. En cada adiós, su picardía se convierte en mirada de foquita que va a ser degollada. Disfruta con los abandonos convocados a puerta abierta para los señores de la prensa, tan circenses como teatrales.
Está prendada de las despedidas pero ¿hasta cuándo las despedidas dejarán abierta su puerta del regreso?