Todo en la catedral de Notre Dame tiene dimensiones gigantescas: desde que el Papa Alejandro III asistiera a la colocación de la primera piedra hasta su finalización íntegra en 1345 pasaron 182 años; la restauración que los arquitectos Eugene Viollet le Duc y Jean Baptiste Antoinet Lassus llevaron a cabo durante 23; 69 torres con sus gárgolas correspondientes; los 93 metros puntiagudos de una aguja desafiando al equilibrio; 37 capillas; campanas de 13 y 6,2 toneladas; más de 100 vidrieras; 13,5 metros de diámetro de cada rosetón; cinco teclados con 109 teclas y unos 8.000 tubos de su órgano principal. En los 130 metros de longitud de su fachada cualquier velocista puede creerse Carl Lewis, Usain Bolt o, si la modestia le supera, puede hacer sus pinitos por los 40 metros de ancha. El daño también tiene proporciones desmesuradas aquí: 24 horas bastaron para que el fuego destruyera, en parte, más de 8 siglos de existencia.
Las obras faraónicas exigen sacrificios eclipsados por la magnitud de la construcción proyectada. Notre Dame, como el resto de edificaciones dirigidas por el poder eclesiástico, hacen del tamaño una manera de alzar la fuerza del culto hacia imágenes o personas religiosas. Su construcción impuso la demolición de varias casas en un barrio medieval y dos iglesias existentes en la Île de la Cité. La Historia nunca se ha acordado de los habitantes de este núcleo desplazados ni ha reconstruido su memoria. Es el precio que los más pobres han de pagar al progreso planificado por el poder incluso para crear obras de arte.
El gusto y las necesidades renovadores cambiaron la estructura de Notre Dame. Durante el reinado de Luis XIV se derribaron algunas esculturas, las vidrieras de los siglos XII y XIII se reemplazaron por vidrios transparentes, uno de los pilares de la puerta central fue demolido para permitir el paso de carros procesionales.
Notre Dame es robusta y frágil, feudal y popular, acogedora e imponente. Mira al cielo sin buscar la consagración. Ha acogido la pompa de coronaciones, la celebración de bodas reales concertadas y enlaces por amor, beatificaciones, misas para celebrar el fin de la II Guerra Mundial, funerales de Estado, suicidios, decapitaciones peculiares como las que Robespierre ordenó aplicar a estatuas creyendo que representaban monarcas franceses, ha servido de cine para películas consideradas polémicas como El evangelio según San Mateo, de Pasolini.
Notre Dame es un símbolo francés y un orgullo global, luz, fe, política, un libro abierto con frases memorables: París bien vale una misa. También forma parte del tejido urbano que aguanta los embates de la polución, el acoso del turista superficial que la ve como una postal, del que busca inmortalizarse junto a ella con anglicismos modernos. Notre Dame es comercio impreso en camisetas, rotulaciones modernas que decoran la ceremonia del te en un bajo sin luz ni ventilación, nostalgia viajera rellenando una estantería ahora, incluso, en 3D. Fue testigo de cómo la peste arrasaba Europa respetando el destino de la tragedia. Ha visto corrupción y prosperidad, ha presenciado la impunidad de las confabulaciones dinásticas repartiéndose el mapa continental, cómo la política destrozaba la unidad para reagruparla bajo fronteras y tratados de nueva generación. Ahora, ese territorio que ha soñado con la unidad se rompe y el monumento parisino se lame sus llagas.
Se habla poco de que la Revolución francesa despedazó Notre Dame con saqueos en favor del Nuevo Orden. En 1871, miembros del movimiento insurreccional Comuna de París la atacaron con fuego junto al Ayuntamiento de París y el Palacio de Justicia. Además de ser un almacén tras su desacralización, ha presenciado romances, marginalidad, épica, poesía, cultura, decadencia. Se convirtió en la fortaleza de Quasimodo, la atalaya desde donde sufrió la ejecución de Esmeralda. Otro nombre de mujer, la campana Emmanuel, ha sonado para olvidar una pesadilla bicéfala: el recuerdo del incendio que derrumbó parte de Notre Dame hace un año y el acoso del coronavirus. El 15 de abril de 2019, París contenía la respiración con lágrimas en los ojos; ahora, el mundo se ha paralizado ante un enemigo invisible. Ambas situaciones sirven para reflexionar sobre nuestra indefensión en un escenario donde el tamaño del enemigo se mide por sus repercusiones.
El incendio en la catedral de Nuestra Señora de Notre Dame dejó la huella del destrozo. El músculo europeo no doblega al virus. El continente viejo se quema mientras mendiga gotas de esperanza abrasado por el desacuerdo.
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