Hoy es Viernes Santo y no hay procesiones por segundo año consecutivo. Ni la fiesta religiosa ni la mundana, basada en el sol de playa, se pueden celebrar. Esto no se debe a un capricho terrenal sino a la fuerza superior de un virus que nos ha obligado a creer. Es lo bueno que la pandemia ha traído. Ahora, más que hace dos años, creemos en la libertad, en la necesidad de besarnos, de acariciarnos, de sentirnos. Ya sabemos que siempre habrá algún becerro, empeñado en romper el orden costalero, dentro de un desfile que empieza a acusar sus primeras bajas. El encierro nos está costando demasiadas vidas, demasiados cambios que al principio veíamos con alegría torera. Ahora se han convertido en cruces acarreadas sin ningún interés litúrgico. Hasta los ateos nos hemos transformado en santos, o deberían ponernos en un altar, ante la esperanza de un vacuna que está ahí pero llega con cuentagotas. Ya no se sabe si su dosificación va por tramos profesionales, si atiende a cuestiones de edad, a población de riesgo o es mejor resignarse a una bienvenida sin fecha. Mientras tanto, sobra tiempo para rezar unos cuantos rosarios con sus vía crucis o entregarnos a la mística del yoga por internet. Todo para alcanzar un grado de soledad que haga sentirnos acompañados con la tragedia característica de un gobierno incompetente. Unas decisiones políticas que, envueltas en la mascarada social, siguen vendidas a las farmacéuticas. Mientras los santos no pueden lucir su pasión por las calles de Madrid, Bilbao o Valladolid, las terrazas de la Plaza Mayor o cualquier lugar consagrado a la liturgia pagana, se llenan de franceses que, ahora en son de paz, huyen de su país para venir a consumir aquí. Madrid es tierra de libertad. En la Puerta del Sol se planifica la batalla que reduce el pensamiento político a ‹‹libertad o Socialismo››, yo o yo.
Los santos no pueden salir a la calle aunque en Valencia, el Cristo de Medinaceli ha aparecido en un vehículo con cristales transparentes, a modo de papamóvil. Hasta los cafelitos bien cargados se han cortado nada más servirlos. Este Viernes Santo ha transcurrido dentro de la normalidad propia del coronavirus excepto un tiroteo mantenido en Ciudad Lineal (Madrid), el ataque a la sede de Podemos en Cartagena, la embestida de un vehículo contra las barricadas que protegen el Capitolio o la muerte de cuarenta y ocho personas tras un accidente de tren en Taiwán. El carácter desconsolador ha reinado este Viernes de Dolores a pesar de que el coronavirus le ha negado sus desfiles, un año más. Y lo que te rondaré morena como nuestro grado de inmadurez siga jaleando actos públicos sin mascarilla mientras le damos al látigo de la insensatez, arriesgando la vida de los demás. Mientras sigamos arrastrando la cruz de la inconsciencia. Así, pese a que falten actos de flagelación, no se gana el cielo.
El Hospital de Emergencias Enfermera Isabel Zendal se ha convertido en un Arca de Noé masivo donde la gente, no enferma, hace cola para entrar y salir por la misma puerta, regenerada. Aquí, sea Semana Santa o semana laica, las comitivas siguen doblando esquinas a la espera de una inmunidad en la que lo emocional tiene una carga milagrosa. Los contagios aumentan en Galicia, Valencia, Cataluña, Navarra y Comunidad Valenciana. ¿Será un castigo divino mientras la gente sigue juntándose para desear buen viaje a la Real Sociedad en un ritual inconsciente y desafiante con la muerte? Hoy no hay cortejos religiosos pero sí que está el rito idólatra de despedida futbolística lleno de algarabía impresentable. A ver quién se atreve a decirle al coronavirus que está secuestrando la religión. |
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