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LAS VOCES DEL SILENCIO

PALABRAS SOLIDARIAS
Histórico

 

ADIÓS, MASCARILLA. BIENVENIDA, COMPAÑERA
Una retirada sin desaparición

JGS

La mascarilla desaparece de los exteriores y algún espacio interior
 

Que el hombre es un animal de costumbres lo tenemos bien sabido. La adaptación a esa rutina no es compartida cuando la voluntad individual se ve alterada. El hecho de abandonar una normalidad, para algunos impuesta, es recibido con más alegría que cabeza. El alborozo es mayúsculo, sobre todo si hemos aguantado setecientos días bajo una tiranía que terminamos por abrazar con mucho temor y menos sentido común. Algunos antepondrán la rebeldía ante el adocenamiento como excusa para defender la libertad de expresión. Su libertad de expresión. La idea de sacrificio dirigido al bien de la comunidad se transforma en calvario laico y manipulador. Muchos estaban deseando la llegada del día en que la mascarilla dejaría de ser parte importante de nuestro vestuario, sino esencial, para convertirse en recuerdo. ¿Recuerdo?, ¿pasado? Nos protege y protegemos, incluso embellece, y esconde esos gestos incómodos que delatan lo que las palabras de cortesía quieren camuflar. ¿Se puede pedir más? En torno a este antifaz se ha creado un mundo oscuro del que algunos indeseables no han dejado de hacer negocio. Se impone una cátedra nueva en la universidad de la vida política española, la del comisionista. Se ha jugado con la entrega de material deficiente a una Administración local mientras los donantes eran felicitados por su labor caritativa. El dinero público cambió de arcas, el alcalde de Madrid quedó en calzoncillos, nos han timado a todos. La tragedia ha cambiado lo social y lo privado.
El yugo del tapabocas anticovid19 ha protegido el rostro tanto tiempo que ahora nos da un poco de miedo deshacernos de él. Hemos aprendido a aceptarlo y odiarlo con la misma intensidad. Se inició una lucha que terminamos por acatar con rigor espartano el día que el BOE publicó su obligatoriedad en cualquier espacio de uso público. Isabel Díaz Ayuso se opuso a esta norma en exteriores si no había distancia. Quizás, al ver las orejas al lobo, dedujimos que este instrumento, después de la vacunación, servía para contrarrestar los efectos de una enfermedad que nos pilló en fuera de juego. El fervor totalitario al comprobar que datos médicos avalaban su eficacia. Las muertes por gripe se redujeron en España según el Instituto de Salud Carlos III. Las alergias, junto con las enfermedades respiratorias, también frenaron su avance.

El animal de costumbres que al principio hacía referencia también es un bicho tozudo en su insensatez ideológica. ¿Quitar el papel protagónico de la mascarilla supone un avance? Tengo mis dudas. Hacer de ella un mal menor duradero, con efectos positivos, tiene sentido. No debería olvidarse que su uso seguirá siendo obligatorio en los centros y servicios sanitarios, en las residencias para trabajadores y visitantes, en las farmacias y en el transporte público. El final de su presencia continuada hace que la felicidad parezca más emotiva, que su efusividad no pueda ser tan disimulada. Nos ha enseñado a desarrollar el lenguaje social con una naturalidad amparada por la ocultación, menos diplomática. La llegada del final sin desenlace definitivo ha de tomarse con precaución. La angustia se llama coronavirus y no hemos dudado en confinarnos para frenar su avance. ¿Alguien duda ahora en lavarse las manos con gel hidroalcóholico después de una jornada laboral fuera de casa? En el ejercicio de mi derecho a la libertad, me inclino por hacer un hueco en el pantalón a un compañero de viaje que me ha defendido cuando lo necesitaba, a un colega que nunca me ha pedido nada a cambio de una fidelidad incondicional. Deberíamos acostumbrarnos a llevar el nasobuco igual que los pañuelos desechables, a incorporarla al ropero, hacerla parte del maquillaje. Por eso, quienes anuncian el cese absoluto de su compañía se equivocan. Cuando el repunte de una enfermedad latente florezca, sin ser primavera, alguien puede arrepentirse de haber abandonado a un camarada con prepotencia individualista.

La imaginación popular se ha adelantado a la reflexión. Los chascarrillos de Internet cambiaban cubrebocas por papel higiénico obtenido durante el síndrome de la acumulación pandémica. Su retirada, sin pronosticar un abandono definitivo, debería ir en progresión simétrica a la lucha contra un virus mutable; rechazarlo sería subestimar el valor de lo alcanzado. Aunque sólo sea por conciencia cívica, los menos vulnerables deberíamos proteger a los más expuestos al contagio. El coronavirus es una lluvia ácida que no desparece. La mascarilla forma parte de un sistema centinela cuya eficacia incontestable no merece ser odiada. A nadie le sorprende el empleo del profiláctico para prevenir embarazos no deseados o porqué lavamos la fruta antes de comerla. Por eso mantengo a la mascarilla en mi círculo de amistades necesarias.

 


JGS

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