Hace 64 años que Naciones Unidas celebra el 20 de diciembre como el Día Mundial de los Derechos de la Infancia. La frase queda muy limpia sobre el papel. En 2023, la fecha se ha convertido en una cifra sin valor que llena titulares sin que la realidad muestre su validez. Sirve para recordarnos lo poco que amamos a nuestros menores, para decir que las guerras continúan asesinándoles como otro objetivo militar. Entonces, ¿para qué sirve enmarcar este día en el calendario si no aplicamos la consideración que se merece? El presente nos recuerda lo poco solidarios que somos con ella. Las alarmas suenan por el envejecimiento de una población anciana mientras los cañones no miran edades. Vemos llorar en alta definición, asistimos al levantamiento de cadáveres entre impotencia. El desinterés moral hacia sus despojos crece en un mundo cada vez más loco, y la integridad de las generaciones venideras se menosprecia.
Ser niño, hoy, es un peligro con probabilidad de morir por desnutrición, abandono, metralla, comercio de órganos, prostitución o trata de personas. El ejemplo está en Gaza, donde el asesinato masivo se ejerce sin miramiento contra población indefensa. Aquí, los niños forman un grueso relevante. En esta zona salpicada por el conflicto, se bombardean hospitales con recién nacidos dentro. Quizás muchos partos terminen en abortos por miedo a traer una vida o por horror a cambiar la fluidez del líquido amniótico por sangre pastosa que huele a muerte. El miedo a los disparos o la falta de instrumental mata sin desmembrar cuerpos. Aniquila almas gracias a la agresividad del momento que busca resultados letales. El hospital se convierte en escondite para el guerrillero. Así lo pregona el ejército israelita.

Las convenciones internacionales se ignoran, dejando con el culo al aire la poca solvencia de los organismos y naciones que deben administrarlas frente a los agresores. El poder político es incapaz de vencer al de la extorsión, no ha conseguido juntar a un niño palestino con otro judío para que intercambien cromos de futbolistas europeos. ¿De qué sirve tener un Día Internacional de los Derechos del Menor si, sobre el terreno, sus vidas apenas importan?
La infancia interesa para defender el futuro de un país armado, para ensalzar su productividad adulta, para transformarla en número de la Seguridad Social que el mañana convertirá en cotizante precario, o parado. También gusta sacar pecho por ella cuando la vida es fruto de una violación o un embarazo indeseado. Seguro que si el nonato tuviera poder de decisión sobre su vida preferiría estrangularse con la placenta al ver lo que le espera.

El Día de los Derechos del Niño pasará inadvertido cuando no sea titular de periódicos. Volverá a ser noticia cuando otra masacre le convierta en víctima colateral de la sinrazón que tanto nos excita. Un día es poco para él, deberíamos tenerlo en cuenta siempre, mimarlo, educarle en un ambiente que anteponga la protección del débil a su destrucción. Deberíamos aprender de sus juegos, de su sensibilidad, en vez de enseñarle a competir con ferocidad. En el mundo hay alrededor de 1.500 millones de niños, según la plataforma EpData. 1 de cada 5 carece de agua suficiente para satisfacer sus necesidades diarias. Save the Children afirma que 1 de cada 6 niños vive en zonas donde sólo se conoce el sonido de las bombas arrasando sus hogares. 120 millones pueblan la calle. Actualmente, se estima que 300.000 menores de edad están participando en enfrentamientos armados, en más de 30 países. Para ellos, todos los días son valiosos. En los escenarios bélicos son el objetivo a liquidar porque representan un porvenir amenazador. Los niños de la guerra forman parte del genocidio que la Historia se encarga de recordar. No deberían recordarse como mártires nacionales, son algo más y les debemos respeto.