El 22 de noviembre, embutido en la Navidad, huele a cena de Nochebuena. La imaginación, el bolsillo y las ganas por festejar una tradición dan dolor de cabeza. La migraña se divierte repensado el menú, haciendo el recuento de quién vendrá a cenar, dónde poner a los comensales, cuidar el calibre de la conversación que reinará en el ágape. A pesar de no participar en ella, la fecha mete en el saco a todos: por su acercamiento y por su aversión. Antaño, la familia se reunía en torno al transistor para escuchar cómo los niños de San Ildefonso iban cantando, uno a uno, los números premiados en la Lotería de Navidad. Era un acontecimiento que congregaba ilusiones. Sin embargo, se ha convertido en un negocio ya que, desde el estallido de los premios, se piensa cuándo estarán disponibles los del sorteo siguiente. Es un consumir porque sí. Jugar por inercia no por alegría. Algunos cumplen con el rito del décimo llevado entre compañeros de trabajo, el que comparten los amiguetes del bar, de la peña o el familiar. ¡Maldito número el que te encasquetan por obligación cosanguínea!
Todos pensamos que a todos va a tocar: esa es la gran mentira de esta ilusión. Todos soñamos ser millonarios. Durante unas horas nos convertimos en aspirantes a escogidos por la casualidad, esperando que el menú navideño sea, sino más abundante, al menos más despreocupado a la hora de pagarlo. Siempre se ha dicho que el del 22 de diciembre es el sorteo que reparte premios menos generosos pero es el que más apetece. A pesar de excusas fundamentadas en los números, la afición sigue fiel y numerosa en una costumbre que se rinde a la corazonada. La posibilidad de que no toque da vueltas en el bombo marginada por todos. El iluso vacila al azar con seguridad ganadora en un combate donde sólo los elegidos triunfan. Fomenta el consumismo esperando que una suerte remota compense el gasto, sintiéndose espléndido. Este año, se ha confiado en la inteligencia artificial para pronosticar el número ganador y muchos han picado. Llega el momento esperado y la sonrisa es el denominador común en todos. Unos la exhiben porque el dinero les sale por las orejas con magia de chistera; otros, naufragan en el contento de la salud y el amor. Todos ganan, nadie pierde dicen las lenguas callejeras. Siempre quedará el consuelo de que el dinero recaudado va para Hacienda y como Hacienda somos todos, nadie pierde. Paseo por el camino del ganador sin jugar, ante la satisfacción de no haber perdido porque no he arriesgado en busca de la posibilidad despistada. El que no se consuela es porque no quiere. |
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