El lastre que George Melford tuvo que acarrear durante el rodaje de “Drácula” fue demasiado pesado como para competir con la versión paralela rodada por Tod Browning. La competencia de Béla Lugosi, alma del vampiro universal, la han convertido en una película maldita. El esfuerzo de Melford por sacar lo mejor del Drácula hispano, en los albores del cine sonoro, se quedan en el camino. El resultado, apadrinado por las buenas intenciones del equipo, pretende revivir el clásico de Bram Stoker, huérfano del terror que se incrusta en la piel y perdura en el tiempo. La versión hispana se ve entorpecida por actores pésimos que empobrecen la historia hasta convertirla, siguiendo la mejor tradición espectral, en víctima de los errores humanos. El histrionismo interpretativo se clava en el alma de los mortales con colmillos afilados. |
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El director de fotografía George Robinson supo exprimir la insuficiencia lumínica del ambiente nocturno como elemento capaz de abrir los poros de la imaginación que falta en otros aspectos. El hecho de filmar a la par que Browning en los mismos escenarios durante la noche, le dio el privilegio de jugar con la luz nocturna en tamaño natural, sin que se aprecie la necesidad del artificio fluorescente. El carruaje que trasporta a Renfield hasta el castillo del conde transilvano trota entre montañas construidas en cartón piedra mientras la penumbra se convierte en un túnel solitario, aliado del suspense desangelado. Este tenebrismo se fusiona con la delicadeza silenciosa de las telarañas que pueblan el interior de un castillo lúgubre, cuyos pasadizos se escabullen por la soledad de laberintos secretos e inmortales que no invitan a buenos presagios. El oscurantismo es el néctar que segrega una lobreguez inquietante sin ayuda de otra naturaleza presencial. Drácula representa el sigilo caricaturesco; su respiración, un síntoma de vida congelada; y Renfield, un intruso inocente. |
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Los personajes que rodean a la figura basada en el príncipe Vlad III, llamado el Empalador, entorpecen su labor depredadora, protegida tras una sobreactuación repetitiva. El reparto acoge a un elenco multicultural integrado por artistas españoles (Carlos Villarías, Pablo Álvarez Rubio, José Soriano Viosca o Manuel Arbó), mexicanos (Lupita Tovar y Eduardo Arozamena) y chilenos (Barry Norton, sobrenombre artístico de Alfredo Birabén), además de un numeroso grupo formado por secundarios y extras donde los acentos hispanos se mezclan con soltura babélica.
La feminidad de Lupita Tovar, a pesar de ser poseída por los colmillos del conde, aparece cándida y melosa; alejada del erotismo que su figura debería contagiar. Sólo la vesania de Reinfeld compite con las miradas de Nosferatu, recordando a Murnau, en una exigua estela de locura genial. Amo del ambiente noctívago que se desplaza desde los Cárpatos hasta la abadía de Carfax, su enajenación venera el culto al mundo oscuro de Drácula. Pablo Álvarez Rubio emprende, gracias a Renfield, una carrera que, a partir de 1931, se especializa en la composición de personajes con trastornos mentales. Eduardo Arozamena, en el papel de Van Helsing, siguiendo la corriente histriónica general, destapa el secreto manipulado del eslabón perdido ente lo terrenal y el misterio de Drácula. Comparar a Villarias con Lugosi es tan estéril como pensar que, algún día, el cardo se convertirá en rosa. Su dentadura, tan pulcra como ortopédica, se convierte en aditamento, presa del exhibicionismo molesto que inspira más compasión que terror. |
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Este Drácula hispano es una pieza de arqueología cinematográfica que merece la pena conocer. Además de figurar como una de las primeras producciones en cine sonoro, su valor histórico es superior al fílmico, contribuyendo al encumbramiento de Lugosi en la cinta de Tod Browning. Se vampiriza a sí mismo hasta desangrarse en el tedio absoluto mientras la falta de ritmo, poco a poco, lo convierte en cenizas.
Rodada al mismo tiempo que la versión homónima de Browning, “Drácula” de Melford es la historia ya conocida, siempre sobre fondo nocturno, de un capricho en forma de mujer sin erotismo ni sensualidad. |
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