La culpabilidad histórica anda como un fantasma en blanco y negro por en la película de François Ozon. Su comienzo intimista discurre por caminos tan introspectivos como redentores. Ozon, en busca de la reconciliación histórica, elimina las barreras dos entre combatientes de bandos opuestos durante la Primera Guerra Mundial con un drama amargo y dulce. La peculiaridad dicromática aleja las tinieblas argumentales. El ambiente masculino hace un guiño a la homosexualidad que conecta la vida con la muerte. Este elemento temático se intuye sin polarizar comportamientos mientras el espectador queda prendado por la belleza de un historia trágica y cercana en el tiempo. Los imágenes coloreadas son chispas que relucen con esperanza sobre una tierra árida.
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El protagonista tiene necesidad de perdón. La familia es la identidad en la que se busca ese impulso, alimento de la consciencia. Adrien necesita respuestas a sus enigmas ante un crimen que, como miembro de una masa militar, ha sido inducido. En la guerra, quien no mata, lo tiene más fácil para morir. El odio inicial del padre, que guarda enmarcado el recuerdo dolorido de su hijo, mira contenido. Se metamorfosea en comprensión gracias a una rabia saludable. La madre de Frantz asimiló pasar página con entereza mientras asimilaba, más entera, la muerte de su hijo. Su novia, más allá de poner flores en su tumba, personifica la historia del rencor escondido, de quien pierde injustamente el futuro amor. La ingratitud de cómo la guerra ha arrancado el amor contrasta con la dulzura del relato epistolar con frases inventadas. Frantz está presente en las palabras de Adrien dirigidas a unos padres que lo adoptan como espejismo de su hijo. |
El drama se combina con un romanticismo que relaja la intensidad de la relación. Decae cuando Anna sale en busca de Adrien y se encuentra con una vida distinta a la que el tormento inicial mostraba. Paula Beer es la protagonista de un drama romántico sustentado sobre el conflicto moral de la muerte en la guerra.
La técnica de Frantz es perfecta; el trabajo del director, intachable. El guion, implacable con la Historia, no ignora la ternura ni el dolor sentimental. François Ozon está a punto de caer en el abismo de la duración excesiva mientras la necesidad de cerrar el círculo argumental no deja disfrutar del final abierto. El blanco y negro es poderoso emparejando dramatismo y belleza. Las caras dulces incitan al perdón, comparten escenas con rostros curtidos por la edad, el sentimiento nacionalista y el rencor del perdedor. |