La apariencia tranquila de un metraje figurativo anda en la cuerda floja con soltura en todo momento. Cuando observamos que no ocurre nada sorprendente según los minutos pasan, la inquietud del espectador se revuelve desacomplejada. El carácter de Fauna se impregna de calma agradable, capaz de sortear el surrealismo con humor.
Nicolás Pereda acepta el riesgo como seña de identidad en un trabajo personal que genera tensión entre actores y público. La libertad con que sus protagonistas se mueven por la pantalla incita a seguir sus movimientos en una propuesta que rompe esquemas. Paco improvisa por obligación al alma aparcada en el guion televisivo. La improvisación artística se extiende más allá del texto aprendido sin salirse de foco, dentro de un metalenguaje cinematográfico expresivo y lacónico.
Un par de hermanos separados visitan a sus padres en un pueblo mexicano abandonado. El encuentro, con novio incluido de Luisa, desata un ambiente hostil. La incomodidad de la reunión se hace notar a través de comentarios incómodos o miradas altivas de Gabino frente a un huésped que no busca el conflicto; imagina una realidad paralela de detectives y crimen organizado. Paco, pareja de Luisa, provoca el interés en el cabeza de familia por su pertenencia al elenco de la
serie televisiva Narcos. El escenario propicio para los cárteles de la droga resulta más creíble.
Fauna, entendida como diversidad de identidades, se mueve por esas lindes sin pisar el camino de la violencia salvaje: la sugiere. La apuesta por la metaficción se mezcla con las películas de carretera. Su actitud resolutiva obtiene una versión astuta y cómica de cómo la coacción se ha infiltrado en la imaginación popular mexicana. El localismo de Fauna teje una historia rural en la que la carestía material y la soledad de la convivencia se adueñan de un entorno desierto que sestea en la tranquilidad hogareña.