Naomi Watts le ha cogido el gusto a pasar sus vacaciones en Tailandia. Ya se apuntó a la aventura bajo la invitación de J.A. Bayona en
Lo imposible y ahora, regresa al paraíso asiático de la mano de Glendyn Ivin. Se ha empeñado en descubrir sus parajes soleados desde el otro lado del cristal, como una mutación depresiva que imita a L. B. "Jeff" Jefferies en
La ventana indiscreta pero lisiada. Poco más hay que aportar de una película tan previsible como huera en la que el llanto facilón es conquistado por el ronquido placentero y alguna que otra sensación de curiosidad por aquello de que su peripecia está basada en hechos reales.
El tono de relato familiar no se puede reprochar al cuento escrito por Cameron Bloom porque la historia transcurre como eje sobre el que la existencia de una mujer desquiciada por la mala fortuna pivota. Tampoco se le puede pedir más en lo que a interpretación se refiere ya que el director australiano se ha empeñado en ofrecer el lado sensiblero de un accidente que hace del círculo cercano a la persona accidentada piezas secundarias. Sólo la hija rebelde en su intimidad y el marido entregado rompen una norma convivencial que encuentra su recompensa colectiva. El valor dramático del trance se deja acariciar por la ordinariez de su tratamiento cinematográfico.