La enésima versión que el cine hace de la princesa Diana de Inglaterra sorprende y decepciona. Pablo Larraín ha logrado concentrar ardor de estómago y emoción en una misma pócima. El director chileno, fiel a un cine arriesgado y comprometido, aborda una figura tan baqueteada por los medios de comunicación como Diana y su nexo con la Casa Real británica.
Spencer se acerca a la parte humana menos conocida de un personaje mediático. Aquí, lo importante es el peso del nombre para la institución real y su reacción ante las imposiciones dinásticas, todo observado con un silencio incómodo y crucificador que rechaza al miembro innoble en vez de acogerlo en su nido regio. Es como si su aparición supusiera contaminar el linaje real por parte de una chica de pueblo sin sangre azul. Se afirman las prioridades para la institución; se abre el debate entre la persona o lo que representa, el rostro humano o una efigie numismática. La
princesa del pueblo todavía no se ha convertido en su reina sin corona, es la dama rural con todas sus vulnerabilidades a flor de piel dispuesta a ser fusiladas. El proceso de conversión abre la veda en una historia fría, angustiosa e incómoda para una mujer que no es dueña de su destino.