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(Preámbulo al concierto ofrecido por Daniel Barenboim en la Plaza Mayor dentro de los madrileños "Veranos de la Villa").
Plaza Mayor. 05 de agosto de 2008)

J. G.
(Madrid, España)

Veranos de la Villa 2008

La historia está condenada a repetirse. El calor aprieta y la programación musical de los “Veranos de la Villa” debería de contribuir a que fuese menos sofocantes. Después de sufrir cambios de nombre, incendios y reconstrucciones, la Plaza Mayor de Madrid se convierte durante unas horas en centro dinamizador de la música culta. Espacio abierto. Desde el verano del 2004, momento en el que Barenboim decidió rendir un homenaje a Madrid después del 11M, el maestro argentino se ha convertido en habitual de "los Veranos". Cuatro años más tarde, repite con Franz Joseph Haydn y Wagner.

Los madrileños: nativos, turistas y adoptados, demuestran cada año que son amantes de la música clásica. Que la viven, que la agradecen a pesar del calor que durante agosto besa el alquitrán capitalino.
El fuego atizando el termómetro de la Plaza Mayor daba más lustre a la cola de personas que estaban esperando disfrutar con Barenboim. Se formó un ciempiés colorido populista; como cuando calienta morrocotudo, diría mi abuela.

El centro de la Plaza se había poblado de tres mil quinientas sillas militarmente alineadas. El  cansancio y las varices de las personas que estaban esperado conpaciencia se verían mitigados.

...

No son los quinientos millones de árboles que pensaba plantar Rajoy si hubiese ganado las pasadas elecciones, ni los cuarenta y dos millones de Zapatero, pero algo aliviarían.

...

Vacías y soleadas, trazaban una simetría fantasmagórica, muy lejos de las dieciocho mil personas que posaron desnudas para el fotógrafo neoyorquino Spencer Tunick en el Zócalo de la Ciudad de México, estableciendo un nuevo record guinness el 6 de mayo del 2007. Esqueletos de las arengas con las que los políticos omniscientes reconfortan a la alienación de su pueblo. En Occidente, cuna de la civilización y puente hacia la democracia, los privilegios de clase ya no venden. El poder caciquil ha sido aplastado por la soberanía popular. Que bonito, que ecuánime, que romántico.

La espera para coger un asiento se impacienta. Los torileros están dispuestos a abrir las puertas del coso tras ultimar sus dotes de mando. Primero la que da acceso a la zona más soleada: una tarjeta roja para la organización. La gente comienza a entrar disciplinadamente. La desorientación ocasionada por el calor les conduce a buscar un refugio a la sombra, a la otra punta. “¡No!, está prohibido. Primero hay que ocupar las sillas puestas cara al sol. Bronceado gratis.
Segunda tarjeta roja para la organización.
Una disciplina maoísta obliga a que los asistentes se coloquen donde se les manda. Si vas solo, te fastidias y te esperas a que un hueco quede sin ocuparse entre la multitud, como un puzle. Cada oveja con su pareja; y si no has venido acompañado, te arrimas a alguien. Igual hasta comenzáis una nueva vida juntos. La ilusión por ver a Barenboim se ha empañado. Un acto lúdico, e irrepetible, como este concierto, se ha convertido en un cabreo mayúsculo, sin ensayo general. Se piden responsabilidades y nadie tiene la culpa, todos son unos mandados. Todos excepto esos personajillos que siempre andan por la primera fila (Concejala de Cultura, Jefe de Prensa y demás fauna conceptual), móvil en mano, como si nada fuera con ellos. Qué manera más poco elegante de hacerse el sueco.

¿Cómo es posible esto en un espectáculo donde se supone que el público viene a disfrutar en vez de soportar las calamidades de una desorganización modélica? Que los de arriba sean los primeros en darse por aludidos. Esos políticos que cinco minutos antes del estreno ocupan sus asientos, recién fregados, y se preocupan de la multitud cuando necesitan su voto para ganar. Esos amiguetes que se pegan a su culo más que las moscas a la mierda de vaca. ¿Dónde estás Alicia Moreno Espert? Ayúdanos Concejala de Cultura. Ayúdanos en el calvario nuestro de otro “Veranos de la Villa” sufriendo como sardinas rancias.

 

J. G.

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