Las fiestas de fin de curso se celebran con pompa y alegría. El programa Residencias musicales de Matadero Madrid culmina otra etapa con un concierto que aglutina a dos nombres importantes de la electrónica contemporánea nacional. Esta oportunidad de tomar el pulso a sus bits transformó la sala Plató, acostumbrada a los pases cinematográficos, en escenario musical. Sin el alboroto que caracteriza a los conciertos habituales, esta noche se convirtió en pradera de la tranquilidad electrónica, cercana a la de San Isidro, y avanzadilla de la tromba isidril que se acerca. Estrella Fugaz e Ivankovà, el proyecto solitario desarrollado por Irene de la Cueva, son dos artistas a quien les gusta experimentar musicalmente; atravesar territorios poco explorados; hacer de la música un juego de niños con alegoría festiva y misticismo sonoro incluidos. Uno y otra tienen que gustar mucho para capturar la atención de manera saludable y divertida.
El escenario, de lo más sombrío, estaba decorado con la oscuridad amplificada por sonidos galácticos y de modernidad flamenca. La improvisación mandaba como en esas fiestas de cumpleaños pensadas a última hora o como obligación para justificar gastos en actividades culturales chapuceras. ¿Sería por el ahorro presupuestario que no provoca déficit? Era el escenario ideal para libar unas birras entre amiguetes que no ves hace tiempo o para disfrutar de eso que los influenciadores llaman momentazo.
Un artista débil en el escenario con voz ligera y presencia frágil hizo de sus temas emplastos pegados con celofán sobre fondo negro, rematado con proyecciones videográficas caricaturizadas. La música de Estrella Fugaz (léase Lucas Bolaño) se disfruta; la letra, pésima, se parió en una noche sin inspiración. Las frases eran pegatinas abstractas llenas de surrealismo lingüístico. Sus composiciones se pierden por lenguajes electrónicos con tanto sintetizador empalagoso. Navegando por la monotonía, en ocasiones recordaron a las güisquitos de playeros de Rodríguez veraniego. A veces, incitaron al baile temeroso apaleado por letras rocambolescas. Es más gratificante escuchar la música de Lucas Bolaños con los ojos cerrados que mirándole a la cara.
La segunda parte de esta confraternización apagada y residual se la llevó Ivankovà, engrandeciendo el vacío creado con aura vestal. Era la princesa oscura llegada del hielo (nótese la frialdad descriptiva) para arroparse entre mantras repetitivos de linealidad tonal. El aura levitante disipó el aire de fiestecilla cosechado hasta ahora. Se hizo un silencio sepulcral en la sala Plató mientras se escuchaban respiraciones tántricas relajadas en un bucle repetitivo entontecedor. Las canciones se sucedieron como salmos seudoreligiosos con sabor a cónclave de Stonehenge. Las proyecciones visuales, de nuevo, dieron algo de color a una música deslucida aunque a muchos enganchó hasta el tuétano. Irene de la Cueva quizás resulte demasiado intelectual para quienes aprecian los sonidos anti-zen. Ivankovà suena bien, a virgen pagana, a meditación escandinava, a meiga hipnótica que termina por agotar la paciencia. A otros, duerme.