La música de Philip Glass es compleja. Se antoja particular dentro de lo enrevesado de una textura sonora inconfundible, tan relajante como aburrida. Sobre gustos no hay colores. Es un icono controvertido y reconocido, el creador de un murmullo particular plasmado en imágenes. Complejo y vanguardista, su iniciativa experimental le ha abierto camino en la ópera, películas, pasando por las sinfonías. Los inicios en la cultura underground cambiaron de dirección desde que su colaboración con el director escénico Robert Wilson, también minimalista, le abrió las puertas del reconocimiento. La ópera en tres actos Akenatón cierra una trilogía de representaciones biográficas junto a Einstein on the Beach (centrada en Albert Einstein) y Satyagraha (dedicada a Mahatma Gandhi). El compositor estadounidense llena este espectáculo de épica desnuda. Lo adapta a una modernidad lineal en donde el corazón se expresa a través de la soledad faraónica.
El hijo de Amenofis III se erige como sacerdote supremo del monoteísmo abrazando a Atón como dios único mientras desprecia el panteón tradicional que incluye al todopoderoso Amón. La muerte del padre inicia la vida, realza la presencia del funeral en la cultura egipcia, lanza un reto a su Historia, proyecta un puente hacia la eternidad. El velatorio culmina con el ritual sagrado del embalsamamiento. Akenatón está envuelto por sábanas musicales dulces y suaves. El sonido es lineal desde las primeras imágenes crípticas que dibujan la interpretación jeroglífica de la vida. La música dirige movimientos elegantes por su sencillez auditiva, crea paisajes que persiguen la armonía. La horizontalidad de su movimiento encuentra el impulso en las gargantas de Anthony Roth Costanzo en el papel de faraón y la mezzosoprano J'Nai Bridges como Nefertiti. Su debut en el Met se une al de Karen Kamensek, directora de la orquesta. Las voces son gritos balsámicos henchidos de dolor y gozo. Acróbatas y malabaristas dan color a las imágenes y juegan con la agresividad de la violencia. Mejor no hacer nada ante la nada, sólo ver y escuchar.
El faraón de la decimoctava dinastía en el Imperio Nuevo de Egipto trasformó la nación y Philip Glass hizo lo mismo con las estructuras conceptuales. El suyo es un estribillo en bucle, la repetición de una tonalidad que no alcanza el martilleo pero está presente como melodía machacona sin ensuciar ni innovar. Quizás ahí resida la gran diferencia de su clasicismo: una presencia reafirmante en su intensidad calibrada; el identificativo de un momento y un nombre: Akenatón. Egipto conocerá su explosión y caída.
El libreto que Philip Glass escribió, junto a Shalomon Goldman, Robert Israel y Richard Riddell, tomó cuerpo capturando ideas del Libro de los Muertos, de la lengua acadia y el hebreo antiguo, intercaladas con textos modernos. El atractivo visual margina lo emocional, los cuerpos se dejan embalsamar en su momificación de soledad faraónica. El amor que surge entre el regente joven y Nefertiti reafirma una fidelidad mutua. La escena que fusiona a ambos es tan plástica como antioperística; es una pieza de danza teatral ralentizada, movimiento puro. El aria del Acto II El himno regala un momento de intimismo sobrecogedor.
Akenatón es tan atractiva como aburrida, un montaje virtuoso y la castración de la intensidad que proporciona el bel canto. Son grandes dimensiones para una intensidad lánguida que prolonga una agonía innecesaria de manera indecorosa. Los fantasmas de Nefertiti, Neferjeperura Ajenatón y su madre, la Reina Tiye, se oyen aún cuando su carnalidad ha muerto.