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MOMENTOS MUSICALES QUE CONTAGIAN
(Raphael celebra sus 60 años sobre los escenarios con polémica)

J. G.
(Madrid, España)

Raphael presenta un concierto ante 5000 en plena pandemia y bajo medidas restrictivas de contacto contra la COVID-19
   

Las restricciones en las reuniones sociales por el coronavirus no han podido con Raphael. El astro melódico, incombustible y de arruga facial casi imperturbable, se hace el revolucionario ante un confinamiento exigido por doquier. El concierto que ofreció recientemente en el Wizink Center es un ejemplo de desacato a la autoridad, sin intenciones delictivas pero burlonas hacia el ciudadano que sufre una pandemia asoladora. Aquí, el Resistiré de su repertorio sonó a cachondeo, lejos del versionado por Boikot.
Las entradas para asistir al concierto que celebró su sexagésimo cumpleaños se agotaron con rapidez adolescente. El antiguo Palacio de los Deportes de la CAM habría reventado en tiempos normales pero vivimos un estado de alerta excepcional. El sector del ocio lo acusa con virulencia y no por llamarte Raphael puedes ignorar las normas de convivencia que en estos momentos implican respeto y solidaridad. El lleno absoluto durante los dos días de gala se justifica por el clamor que el eurovisivo de Linares despierta y porque estamos cansados de sufrir un encierro obligado, deseosos por salir a disfrutar aunque sea encerrados, volver a sentir durante unas horas que todo sigue igual. Tampoco hay que engañarse al admitir este acto musical como el ofrecimiento de un caramelo envenenado con disfraz de apoyo marchoso cuando lo que subyace es negocio.

Si Raphael puede hacer un concierto cerrado ante 5000 personas, ¿por qué se castiga a la música en locales pequeños?, ¿por qué se clausuran los campos de fútbol, que son entornos abiertos y con menos peligro de infestación? Habría que saber en qué se basaron los artífices de una autorización explosiva; exigir explicaciones a los responsables del espectáculo: Administración, promotor, artista; conocer sus predilecciones: la seguridad higiénica, el criterio empresarial o una mezcla de ambos que conoce sus riesgos. Embutir tanta gente en un recinto es un suicidio aunque sus empleados hayan pasado por la PCR pertinente, haya butacas de separación y holgura dudosa en el gallinero, renovación del aire cada 12 minutos en un espacio ocupado al 30 por ciento de un aforo máximo cifrado en 16.000 personas. Hemos de estar tranquilos porque nadie llevará colgado el cartel me contagié de coronavirus por ver a Raphael en un concierto el 19 de diciembre de 2020.

Raphael congrega a la misma multitud que autoridades políticas y sanitarias llaman al confinamiento y la separación familiar en fechas navideñas por miedo a los repuntes. El pánico no debe cundir ya que Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, ha anunciado que suspenderá este tipo de actos si la incidencia acumulada aumenta en la región. Su elocuencia de valla publicitaria lo puede todo excepto a la COVID-19 y al síndrome de Hybris. Se dice que el contagio está en el ámbito doméstico. Las reuniones sociales, como ésta, quedan excluidas aunque convoquen a portadores potenciales procedentes del ambiente hogareño.
Dos horas y quince minutos de ágape sonoro y peligro invasor fueron una marcianada con sabor a reunión familiar anclada en el recuerdo, escaparate orweliano y falta de respeto. Todos ordenados ocupando un foso simétrico no significa que no abulten, que no respiren, que no suden -de emoción, también-, que no traspiren y suspiren. Los responsables que han permitido este concierto son unos irresponsables con visión más comercial que sanitaria: el disco rayado de Díaz Ayuso.
Nada se ha dicho de las colas en las entradas, las distancias de seguridad en los cacheos (porque los habría), la circulación de personas por los pasillos en un entorno cerrado, la actividad preconcierto y la salida ordenada. Las batucadas del 8 de marzo de 2020 fueron menos peligrosas que la reunión 6.0 del tamborilero antipandémico.

 

 

J. G.

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