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LAS VOCES DEL SILENCIO

PALABRAS SOLIDARIAS
Histórico

 

CONVERSACIONES DE CAFETERÍA
Cuando la gente se desfoga en la intimidad de un bar

JGS

Conversaciones de cafetería
 

La bravuconería española hace que, a menudo, se nos vaya la fuerza por la boca. La sangre ibérica nos convierte en toros de lidia encabritados corriendo nuestro propio San Fermín. ¡Cuánta energía desperdiciada entre cabreos tan improductivos como estresantes!
Las cafeterías, segundo hogar del español, sirven de confesionario para currantes, mileuristas, ejecutivos engrasados con colesterol malo y estudiantes deseosos por arreglar el mundo; es el monasterio bullicioso donde despotricamos contra todo y todos, cumpliendo así con la sana costumbre de escupir los sapos que nos oprimen. Nos convertimos en el espejo fiel de un aguador enfadado. No sabemos hablar si no es a grito pelado, entre el vacío de palabras que se escapan ensalivadas como dardos puntiagudos hacia el receptor inocente. Y éste las recibe como un vendaval que entra por una oreja para salir disparado por la otra. Contra más alto se digan, más intenso será el significado de tanta frase encabalgada; envuelta en razones viscerales, enorgulleciendo su condición de púlpito doctrinal. El más se impone al qué.

¿Acaso el españolito (ese españolito bocazas) tiene tan mal despertar cada mañana que encuentra en la relación social una excusa para vomitar sus frustraciones?... Para hablar en grupo nos hemos acostumbrado a gritar, hacernos el gallito y acompañar esos bramidos con una gesticulación teatral. El oyente, que acaba convirtiéndose en diván improvisado, aguanta con estoicismo marmóreo semejante cañonazo de sandeces personales. Son conversaciones que escupen a los políticos, los impuestos; acribillan al compañero de trabajo que, recién entrado en plantilla, ya es más que nuestra antigüedad sumisa; al trepa que no hinca el codo; a la crisis que sigue ahogando, la que está por llegar; al continuismo hipotecado. Los españoles no nos quejamos de vicio; no sabemos hablar, que es distinto.

Nuestro lenguaje tabernario, en vez de cultivar la solidaridad, se convierte en exigencia egoísta de un espíritu irreflexivo que confunde jarana con revolución; una pataleta descafeinada; sermones de cafetería cuyas conclusiones oníricas abren la puerta a otra pesadilla: su volatilidad delirante.

 


JGS

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