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LAS VOCES DEL SILENCIO

PALABRAS SOLIDARIAS
Histórico

 

ASIENTOS SIEMPRE OCUPADOS
Dedicatoria a los viajeros despistados del Metro

JGS

Asiento reservado
 

Las personas despistadas se delatan por la distracción de sus actos que, en el peor de los caos, se convierten en meteduras de pata educacional imperdonables y no exentas de una crítica a viva voz. Al menos, eso es lo que decimos. El Metro, con sus idas y venidas, es un lugar donde esto sucede con más frecuencia. Sumergidos dentro de una vorágine vertiginosa, el suburbano se convierte en caos hermético donde el hombre se enclaustra dentro de un egoísmo achacado a las prisas estresantes. Observamos a ese estudiante acelerado que alcanza el vagón a duras penas antes de que las puertas se cierren, al que se introduce como un espagueti contorsionista o al rudo que se vale de la musculatura bruta para forcejear en una violación exhibicionista.
Cuando este ciudadano entra en el vagón que empieza a traquetear, sienta sus posaderas en el primer asiento que encuentra vacío. No sabe ni entiende que, igual que en el trasporte ferroviario existen vagones de primera y segunda clase, el metro posee asientos libres y reservados para ancianos, niños, mujeres embarazoso cualquier persona que lo necesite. A todos puede el cansancio del esfuerzo o la pereza de no leer ni respetar.

Nuestro viajero extenuado se sienta en uno de estos reservados sin necesitarlo, sin mirar, sin leer las indicaciones, o advirtiendo el mensaje pero ignorándolo (sinónimo de no aceptarlo). ¿Acaso se considerará inválido a pesar de su juventud rosada, o madurez laboral, pero de civismo subdesarrollado? Ni el sueño matinal; ni el cansancio taciturno; ni, mucho menos, el despiste general son excusas para apropiarse de un servicio público que se identifica con una tarea solidaria. Y lo peor, es tan normal que no llamamos la atención sobre esta actitud invasora. La admitimos con mueca inexpresiva, a veces de envidia pensando en no haberla ocupado nosotros. Adueñarse de asientos reservados en el transporte público se ha convertido en estatuto del maleducado, especie que cada vez abunda más. Tan responsable es el gesto del viajero ¿descuidado? como el de ese otro que, en su consciencia, se convierte en cómplice silencioso de una injusticia social convertida en pauta. Por eso, me siento reconfortado cuando observo que alguien con personalidad hace levantar al invasor de su atalaya impropia para que el verdadero inquilino ocupe su lugar. Al mismo tiempo, se me cae la cara de vergüenza por no haberlo hecho yo. Son los pros y los contras de pertenecer a un variopinto club social en el que las buenas maneras no brillan por su esplendor. ¿Quién no se siente un okupa en el Metro?

 


JGS

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