Nuestra soledad, de manera deliberada, distrae a esa sensación con sucedáneos de una compañía artificial. El mundo tecnológico ha absorbido la intimidad mientras
empleamos el tiempo en contar baldosas convertidas en juegos geométricos, creando nuevos cubos de Kubrick o tetris imaginarios. Tampoco nos paramos a observar el
transitar de los viajeros como tortugas mochileras, saludando a personas que jamás volveremos a ver o escuchar; escuchando la llegada y salida de trenes que día tras
día recorren el mismo camino. |
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Ya no perdemos el tiempo pensando sobre sueños imposibles. Un momento de respiro es sinónimo de conexión
cibernética. Paramos la actividad rutinaria para comenzar otra rutina convertida en paranoia necesaria. Sentados en una estación de tren, caminando, esperando comprar un
billete, sin nada que hacer, echamos mano del teléfono móvil para malgastar el momento y relajarnos con nuestra dosis de necesidad virtual. En vez de contemplar lo que
ocurre alrededor: prestar atención al timbre de la megafonía, sentir la cadencia de una voz bonita o su pronunciación metálica que nos hace dudar si es persona o máquina,
nos lanzamos a devorar datos y energía digitales tan cargados de información como vacíos de intención reflexiva. Se acelera el corazón intentando rebasar el nivel de
nuestro competidor que, situado en Hong Kong, lucha contra la la máquina y contra nosotros. Nos cargamos de esa tensión negativa que descargamos para volverla a recibir
cuadruplicada. ¡Provoca tanta pena ver esas caras homogéneas!, convertidas en rostros calcados del mismo gen deformado.
Por suerte, el reloj de la estación marca las horas con la misma sonoridad parsimoniosa cada sesenta minutos: siempre fiel, rutinario pero comunicativo en un metalenguaje
que no alcanzamos a sintonizar.
El tiempo pasa mientras saluda al futuro y el hombre sigue perdido en su soledad perpetua. |