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LAS VOCES DEL SILENCIO

PALABRAS SOLIDARIAS
Histórico

 

BANDERAS NO, GRACIAS
Cuando la simbología del banderín se convierte
en furor patriótico alienante

JGS

La guerra de las banderas
 

El hombre se ha vestido con el traje de la simbología para esconder sus vergüenzas impúdicas. El escudo de la parafernalia retórica oculta la realidad para amoldar el presente a los deseos de su Arcadia. Este escudo ceremonioso ama la fuerza y el desfile; la ampulosidad eufórica frente a la igualdad social. Pertenecemos a una especie necesitada del entendimiento mutuo pero, al mismo tiempo, engrandecemos las diferencias con ostentaciones entusiastas en vez de acercar posturas.
Y qué mejor manera de cimentar nuestro individualismo que a través de insignias portadoras de una militancia iracunda y armígera. Nos amparamos en la fuerza del colectivo para defender una idea común que solidifica la política de rebaño.
La bandera distingue a la patria, es un traje de gala fusilera para el que otra vestimenta resulta hostil. La internacionalización queda en tela de juicio con este modismo unipersonal. La bandera es ese manto apolillado que sacamos ocasionalmente, casi siempre con emergencia festivalera, para hacer gala de una territorialidad borracha. Es la representación material del ideario enarbolado exclusivamente por los nacionalismos obtusos; el manto que con el que nos cobijamos buscando sobreprotección; el músculo exhibido ante un enemigo molesto perturbador del orden establecido, el icono por el que somos capaces de sacrificar sangre, sudor y lágrimas. Ese semáforo tricolor o monocromo de significación única e imposición celestial. Sus pigmentos de guerra arropan la defensa impositiva, una gusto obsesivo por la pretenciosidad, la desacreditación de las formas. El amor incondicional a la bandera es una disfunción que se adquiere con la experiencia y la edad, cuando el diablo es más viejo.

Las banderas dan poder y fomentan el racismo, la bandera nacional atocina al pensamiento civilizado, enfrenta y asesina en guerras santas, matiza independentismos radicales. Es miedo a la libertad, arma blanca por la que el delito de sangre ha sido condecorado; incita la necesidad de trazar fronteras invisibles. Su exhibicionismo convertido en abrigo grupal es el germen de la derrota, el miedo al fracaso; marcar territorio acechando desde la legalidad polarizada y dirigida. Las banderas sirven para confundir y enfrentar, para disociar en vez de aunar ideas; para levantar muros de diferenciación estatal dentro de un contexto dividido.

Mi bandera es mi cara, el rostro con que cada día enfrento deseo y acción; ser crítico con todo, dudar de mucho y crecer en el razonamiento escéptico. Mi bandera rechaza las doctrina de banderín populista y aplauso fácil, las que enarbolan el garrote de la intolerancia y todas las que utilizan el sacrificio del pueblo para alcanzar metas falsarias. Las que aúpan nombres para convertirles en iconos que hacen de la demagogia un engaño maquiavélico. No desprecio las banderas, mucho menos a quienes las lucen orgullosos como calzoncillo patriótico: me provocan risa y pena. Tampoco me fío de ellos, los mantengo al margen sin ceder ante la soberbia que cultivan. Por eso, cuando un alcalde decide quitar la enseña nacional de su ayuntamiento -que no le pertenece- o cuando se empuña como símbolo del independentismo futbolero me asusto por la estrechez de miras que el fanatismo provoca. La guerra de banderas que se ha paseado por Cataluña ha acendrado el separatismo y esa concepción egoísta de una patria entendida como pradera de una minoría excluyente. ¿Acaso un trozo de tela pintada tiene que prevalecer sobre otro empujado por la fuerza del radicalismo reaccionario?

No creo en la muerte legionaria en nombre de una bandera sino en la batalla del dia-logos griego. No me atraen las ideas ni sentimientos que profesan fe ciega a un confalón de semiología nacionalista. Lástima de Constitución pisoteada por la villanía política de quienes dicen representarla. Por eso, ¿banderas?: no, gracias.

 


JGS

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