El vértigo actual, cada vez más presente, nos exige tener respuesta a todo, anticiparnos a los acontecimientos. Desconocer el camino del pronóstico es un privilegio que sólo las mentes reflexivas poseen. La ebullición mediática nos engulle con facilidad antropofágica. Nos entontece ante la necesidad de resultados que confirmen presagios con pistoletazo de salida de fotomatón.
El 1 de noviembre comienza oficialmente la campaña electoral que, en esta ocasión, sólo durará ocho días. Todos estamos nerviosos: unos por comenzar y otros por centrarse en pensar que todo acabe. El premio a este esfuerzo comunitario será la ganancia general.
Los motores rugen con más fuerza que en las 500 Millas de Indianapolis con ganas de quemar llanta a destajo. Llegan días para no repostar de promesas, críticas al enemigo, enumeración de las calamidades nacionales y regalo de pócimas artesanales de elaboración casera. Será una carrera formada por coches muy particulares con llantas de aleación política. El voto popular es el combustible que les hace rodar y la falta de él avisa de su carácter fósil y finito. El hambre por lanzarse a una galopada reivindicativa les puede atragantar el festín a repartir. Casado: ‹‹votar al PP es el único voto seguro contra Sánchez››. Albert Ribera: ‹‹Propongo un gran pacto para bajar el volumen a Torra y darle voz a los españoles››. Santigo Abascal: ‹‹Claro que importa tener memoria, pero cada uno la suya››. Pedro Sánchez: ‹‹Dentro de la Constitución, todo. Fuera de la Constitución, nada››. Íñigo Errejón: ‹‹Quiero vivir en un país en el que el presidente de una Comunidad Autónoma y el presidente del Gobierno se cojan el teléfono, aunque sea para constatar que no están de acuerdo››.
La hegemonía unipartidista se ha acabado y cualquier error de cálculo pasa factura desde el minuto uno. El votante se ha cansado de engordar el desfile circense de los aspirantes presidenciales, de hacer la ola a figurines mediocres. Las siglas se enzarzan en otra lucha de poder hacia el sillón de la Moncloa. Estamos en época de nervios encubiertos con calma política. Los candidatos excitados se atiborran a bollería industrial programática, buscan el timón a golpe de impresión momentánea coreando ¿a quien vais a votar? A nuestras siglas, ¿verdad?; síiiiiiiii. Que las encuestas no engorden un ego ya inflado. Todos son casta.

El independentismo catalán pendiente de las banderas, los carteles y la propaganda electoral llenarán de serpentina la intranquilidad cotidiana. Las pensiones vigilando su supervivencia, los pactos con el soberanismo de Bildu, la tirantez de los cordones sanitarios, los vetos a bandas, el paro, perspectivas de futuro que bautizan con ironía a las generaciones nacientes o la violencia de género, que no tiene que ser de índole familiar ni intrafamiliar, como algunos han bautizado, están en la chistera de los buhoneros que patearán España buscando creyentes a diestro y siniestro. A partir de ahora, las palabras desenfundan su agresividad y los significados su plasticidad, según el narrador. ¿Será todo un cuento? ¡Otro cuento? Mientras que los políticos son galácticos, el pueblo no alcanza ni la liga local en una España despoblada de actitudes al servicio del bien común.

Los motores ya están en marcha, las carreras comienzan, las quinielas abren cábalas: todo es una lotería que pende de la habilidad del candidato para convencer al votante cansado de la decepción. ¿Habrá reintegro? Quien se imagina a Vox clamando: Ciudadanos, queremos Más País junto a un partido que sea Popular, Socialista y Obrero hasta la médula. Pues eso, el trabalenguas de la política. Por qué no pensar que estamos ante una huida hacia adelante, alejada de la contaminación del voto dogmático.